Calmo ejercicio sólo para contemplativos
«La muerte no siempre tiene tiempo de ocuparse de todos», reflexiona el protagonista de esta historia, y parece agregar «y eso que llega un ratito nomás». Ya algo encorvado por los años que doblegaron su altura, ya rugoso y acaso algo desdentado tras la pelambre del rostro, pero todavía capaz de hablar bien alto cuando se hace necesario, o de caminar unos cuantos kilómetros si corresponde hacerlo (y éste es el caso), nuestro personaje es un viejo solitario, pero no insociable, a quien vemos en una jornada bastante particular para él. Ha desplantado un arbolito y se lo está llevando a alguien del otro lado del pueblo.
Así lo vemos caminar con paso mantenido, pedir siempre permiso para sentarse un rato, y cruzarse con perros que algún significado tienen, como iremos advirtiendo. Hay unos medio bravos, que salen de golpe y hacen tropezar a cualquiera, otro medio fantaseado y tal vez medio cierto, en el relato muy bien hecho de un paisano, y uno achacoso, casi como un espejo de sí mismo. Al verlo, indirectamente y con la dura aceptación del hombre de campo, el viejo le aconseja a un niño no acariciar tanto al pobre animal. «Ya no sirve como perro». Después dirá del niño «Se está haciendo hombre». Hacerse hombre es también aceptar que el perro «ya no sirve».
No pasan muchas otras cosas. La calma de la pampa sigue siendo eterna, también los días, y las costumbres, aunque ahora haya camionetas y el viajero compre agua embotellada en el almacén en vez de pedirla y recibirla amistosamente en cualquier casa, fresca, recién bombeada. Miguel Baratta y Patricio Pomares iniciaron esta pequeña historia como tesis para recibirse cuando estudiantes. Con el tiempo, la vieron en Masa Latina (la pequeña productora de Sergio Mazza, el de «Graba») y armaron una sociedad para extenderla y estrenarla. Aunque el resultado final dura apenas 65 minutos, la extensión no la favorece demasiado. Al contrario, diluye un poco su pequeña metáfora, cercana en espíritu a «La mecha» de Raúl Perrone. Así como está, queda solo para el gusto de los contemplativos, de quienes suelen evocar los tiempos de antes y la vida en provincia, y, eso si, para placer de quienes saben apreciar la guitarra criolla que suena calma y hermosamente sobre el paisaje de la llanura. Rodaje en Carlos Keen, a pocos kilómetros de Capital Federal.