ELOGIO DE LA PEQUEÑEZ
“Es una película chiquita, está bien.” Se trata de una de las tantas sentencias lógicamente apresuradas que se escuchan en el contexto de un Festival de Cine y fue la que yo escuché de dos o tres amigos muy confiables. Por supuesto, siempre existe la bendita posibilidad de revisar un filme y poner a prueba en todo caso qué connotación adquiere la palabra chiquita y desde qué lugar la usamos. Para unos puede representar algo intrascendente; para otros (como se escribió en algunos sitios), un ejercicio sin premisa ni orientación narrativa. Bueno, se podría discutir largamente sobre los supuestos valores trascendentales y narrativos de un filme y si el cine debe remitirse a eso exclusivamente para asegurarse un certificado de aptitud. Pero afortunadamente existen películas que escapan a esas ataduras y que, aún en su imperfección contraria al título, contienen elementos que son más estimulantes y emocionales que varios productos salidos de la fábrica festivalera de ladrillos. El futuro perfecto goza de una libertad infrecuente, no se atribuye aires de importancia ni busca esa escena alterada que la ponga en la consideración del crítico ávido de audacias sexuales. Es ante todo la plasmación de una experiencia de desarraigo despojada de dramatismo y con un desarrollo tan azaroso como el destino de una joven china de 17 años anclada en Bs.As., abierto a múltiples caminos. No son grandes acontecimientos los que marquen el rumbo porque lo que importa principalmente son esas unidades que se acercan a la poesía y están logradas en la inteligente y cálida aproximación de la cámara a la protagonista, Xiaobin. En esa mirada y en ese cuerpo está la película, y detrás está Wohlatz para darle la materialidad necesaria. Hay miles de planos vacuos sobre rostros y personas paseando, pero son pocos los que han demostrado a través del tiempo la importancia de tales actos en pantalla. Cuando Xiaobin mirá a cámara, se pierde en el vacío de un café desolado o intenta comunicarse, no son simples actitudes. Hay una carga emotiva contenida que solo el silencio y sus ojos pueden comunicar, más efectivos que miles de palabras imposibles.
La primera imagen es el río y un horizonte apenas distinguible. Será el único plano inconmensurable. Se puede caer en el facilismo interpretativo de la metáfora de la incomunicación hiperbolizada, pero la película propone otra cosa. En todo caso, será el único signo visible de un espacio abierto que pueda dar cuenta de la sensación de ser otro, una criatura foránea inserta en un contexto cultural y lingüístico a la manera de una alienígena. Y si bien esta dificultad con el idioma tiene al principio ribetes que rozan la tragedia (ya lo decía Dylan en Like a Rolling Stone, “How does it feel?/How does it feel?/To be without a home/Like a complete unknown/Like a rolling Stone”), luego derivan delicadamente en situaciones de comedia siempre vistas desde la naturalidad del aprendizaje y nunca desde la típica mirada narcisista del argentino medio tinellizado. El viaje urbano, la exploración de Xiaobin, la experiencia delirante con un hindú (que es en cierta medida su espejo), las clases que toma, son mostradas sin perder nunca al personaje ni a su fotogenia.
Si la película se construye mediante retazos líricos, deja un lugar privilegiado para un segmento final más ligado (irónicamente) al título en el cual la joven imagina destinos posibles al mismo tiempo que vemos las historias. Es otra forma de apertura que se conecta con la imagen inicial pero desde lo verbal, donde la fantasía y el deseo se ponen en juego para apaciguar un presente que parece eterno pero que empieza a dar sus primeras luces (Xiaobin ya puede contar una historia). Y cuando el dominio de lo narrativo se impone, el filme se termina. Estaba claro que su terreno era el de la poesía y el de la pequeñez.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant