Un filme sencillo, pero no naif
Al igual que en una clase de idioma, el mundo no empieza a conocerse desde su amplitud, sino desde sus elementos y prácticas más aprehensibles. Para Zhang Xiaobin, la adolescente recién llegada a Buenos Aires desde China que protagoniza El futuro perfecto, el universo porteño-español comienza a cobrar forma a partir de la mercadería de la fiambrería en la que obtiene trabajo: “Jamón crudo, lomito, salame, panceta, mortadela”, son las palabras que debe memorizar. Pero el aula es también parte del filme de Nele Wohlatz, y así Zhang asiste a la enseñanza propiamente dicha frente a cámara, repitiendo términos en voz alta e interactuando con otros.
En su doble juego de realidad y reconstrucción, El futuro perfecto parece en principio un híbrido más de ficción documental en el que Zhang representa su vida iniciática en la gran ciudad a la vez que responde a las preguntas antropológicas de la directora frente al pizarrón. Pero ahí donde el filme rompe la cuarta pared levanta una quinta, la que connota el sentido ensayístico y condicional del título, donde se refleja el artificio complejo del cine, un lenguaje de reglas tan rigurosas y misteriosas como las de cualquier idioma. Por eso a medida que Zhang aprende el castellano la cinta pierde inocencia y esquematismo y se va volviendo naturalista, lo que explica que el intercambio monosilábico entre ella y su novio indio que deja dos jugos sin tomar derive más adelante en un diálogo fluido en el que beben sus sopas.
Lo mejor de El futuro perfecto es que más allá de sus sagaces juegos cinematográficos el telón de fondo permanece inalterable: el filme es sencillo como una maqueta abstracta de delicadeza oriental, una narración migrante que toma su riqueza de la frontera lúdica que habita. Lo que no quiere decir que sea naíf: su planteo exigente y provocativo hace quedar a la torpe Un cuento chino como un filme rodado en épocas de la Gran Muralla.