Las complejas afinidades electivas.
El debut en la dirección de Constanza Novick acompaña desde la pubertad la relación de amistad entre dos mujeres. Se ven entonces idas y venidas en el vínculo, atravesadas por los diferentes caminos por los que las llevó la vida.
Es un tiempo de múltiples presencias en las salas para Dolores Fonzi y Pilar Gamboa. La protagonista de La patota viene de ser ni más ni menos que la hija del presidente que interpreta Ricardo Darín en La Cordillera, de Santiago Mitre. Con ese mismo actor había compartido cartel –y sangre, en este caso como la hermana– a principios de 2017 en la ominosa Nieve negra, y también las butacas de alguna función del último Festival de San Sebastián, a donde ella asistió en calidad de jurado de la Competencia Oficial y el actor, para recibir el premio Donostia a la trayectoria. Gamboa, por su parte, se puso al servicio de Camila Toker y Matías Lucchesi para La muerte de Marga Maier y El pampero, respectivamente, mientras se espera que en algún momento de los próximos meses (¿años?) llegue la segunda parte de La flor, el último y faraónico –la duración total se estima en diez horas– proyecto de Mariano Llinás. Son dos trayectorias que han recorrido caminos y búsquedas tan distintos como válidos durante los últimos años. De esos mismos contrastes se nutren Romina y Florencia, las amigas que Fonzi y Gamboa interpretan en El futuro que viene.
Visto en el reciente Festival de Toronto, el debut en la dirección de largometrajes de la hasta ahora guionista Constanza Novick (¿Sabés nadar?, las series El sodero de mi vida, Son amores y Soy tu fan) retrata los vaivenes de la amistad que une a Romina y Florencia desde la más tierna pubertad, tal como se ve una secuencia inicial en la que ambas (Victoria Parrado y Charo Dolz Doval) ensayan una coreografía de un tema del grupo belga Conffetti’s en el comedor del departamento de la madre de una de ellas. Transcurren los últimos años de la década de los ’80 y las chicas comparten tiempo dentro y fuera del colegio, y un interés masculino. A las dos les gusta el mismo chico, pero sólo una de ellas concreta un beso: primera llaga de una relación que tendrá otra tantas a lo largo de la elipsis de quince años que lleva el relato hasta mediados de los 2000, cuando las chicas promedian los 30 y los caminos de la vida no hicieron más que alejarlas.
Romina (Fonzi) devino en una madre desencantada con las responsabilidades de la crianza, tiene un trabajo estable en una dependencia pública y convive con su pareja (Esteban Bigliardi). A Florencia (Gamboa) le fue muy bien en el oficio de la escritura, con serias posibilidades de firmar contrato para una saga, y ahora está recién bajada de un avión después de volver de México con una frustración amorosa a cuestas. ¿Qué pueden tener en común esas chicas más allá del pasado? Ni ellas mismas parecen tenerlo muy en claro. Tampoco Novick, quien hace lo que hacer en estos casos dejando que las chicas se reconozcan progresivamente en lugar de apurarlas desde el guión. El último bloque narrativo transcurre en un presente que encuentra a Romina separada, atravesando el duelo por la reciente muerte de su madre y con la hija ya adolescente, y a Florencia en pareja y con una nena chiquita. Mantienen intacta una afinidad plena de contradicciones y matices que explota en la última secuencia. Pero Novick sigue sin encontrar explicaciones. Y mejor que así sea, pues esa búsqueda es el motor de un film pequeño y frágil, que no logra liberarse del lastre de su origen teatral, cuyos méritos descansan principalmente en la sutil química de sus actrices y en un naturalismo que no suena forzado.