El barrio me hizo así
Verdadero sub-género, el “film sobre boxeadores” ha tenido grandes exponentes como la saga de Rocky Balboa, Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980), Millon Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004) o la más reciente El Luchador (Darren Aronofsky, 2009). El Ganador (The fighter, David O. Russell, 2010) se mete en la vida de una familia de clase media baja que ha hecho del box su centro económico y emocional.
Basada en la vida de Dicky Ward, un boxeador que alguna vez fue una promesa a la que la adicción al crack derribó, el film de Russell es un relato sobre la decadencia, la hermandad y sus encuentros y desencuentros, la redención y las segundas oportunidades. Dicky (un visceral Christian Bale, fuerte candidato al Oscar) estimula a su medio hermano Micky (Mark Wahlberg) a que consiga aquellos títulos que le fueron esquivos. En verdad, más que “estimular”, muchas veces da la sensación de que lo está empujando a asumir una ética que él no puede ver sin desconfianza. Para Dicky es importante recuperar el respeto de Lowell, su ciudad. Pero los replanteos emocionales de su medio hermano no parecen estar a tono con sus deseos.
Si hay un mérito inicial de El Ganador es que hace de esa misma ética (boxística y barrial) su propia cualidad cinematográfica. Todo el ethos y el pathos están al servicio de una historia en donde el triunfo puede ser celebrado por los personajes y la platea sin caer en el maniqueísmo o el happy end conformista. Ese delicado equilibrio entre el “deber” y el “sentir” es el andamiaje sobre el que el relato transita durante dos horas de emoción genuina. Es por ello que hasta las secuencias que inspiran dolor están recorridas por la ambigüedad moral, sin dejar de ser espontáneas y emotivas. Pero El Ganador es ante todo un drama familiar hecho y derecho, tal vez por este motivo algunas de sus pinceladas de humor (centradas en las ¡9 hermanas! siempre omnipresentes) parezcan un tanto forzadas.
A nivel estético, la película rememora en sus primeros minutos al cine norteamericano de los ’70, sobre todo por su banda sonora y cierta “desprolijidad” buscada adrede. Ese retrato realista y coloquial es el escenario perfecto para esta historia, en donde lo físico tiene un lugar nada lateral. No sólo por los golpes arriba del ring, sino por esa afectación que deja a Dicky como un adulto aniñado, el andar cansino de Micky, o la hiperactividad con la que la madre (una estupenda Melissa Leo) pone en funcionamiento la maquinaria familiar. Posiblemente haya sido un error no haber dotado de esa misma corporalidad a la relación amorosa que surge entre Micky y Charlene (Amy Adams). No porque no esté presente en la historia, sino porque está retratada con un pudor que poco tiene que ver con el universo que el film promueve.
Otro de los hallazgos visuales se relaciona con el tratamiento con el que el realizador aborda las secuencias de las peleas, intentado recrear la textura televisiva. Esa fidelidad a la imagen apunta la ambición de las cadenas de televisión (quienes condicionan el destino primero de Dicky y luego de Micky) y el vínculo de complicidad pasiva con las que los espectadores validan su discurso. El guión muestra sus consecuencias en el clan, que se debate entre el honor grupal o la salvación individual. Y allí aparece el fantasma del american dream, obsesión norteamericana de buena parte de su historia artística, territorio al que este gran film no le escapa en lo más mínimo.