CUANDO EL GATO NO ESTÁ...
La referencia inmediata e inevitable para cualquier director que quiera hacer una película de género es la de Alfred Hitchcock, el llamado “Maestro del suspenso”. Es loable que Carlos Sorín, en su séptima película, haya abordado un guión de estas características. Los filmes argentinos le son algo esquivos al cine de género, incluyendo al propio Sorín, por lo que es para festejar que la cartelera local se vea engalanada por “El gato desaparece”. Si bien la historia es algo escueta, es meritorio que el suspenso crezca y se sostenga a lo largo de la cinta.
Luis es un profesor universitario que es dado de alta de un instituto neuropsiquiátrico, al que fue a parar por una reacción violenta que tuvo contra un colega. Vuelve a su casa, con la medicación indispensablemente prescripta, para recobrar su matrimonio con Beatriz, y su contacto con su hija, con sus alumnos, y con Donatello, su gato negro, el único que no lo recibe bien.
La relación con su esposa es fría y distante, pero no por lo que pueda estar pasándole a él, sino que, a raíz de la desaparición del gato, ella comenzará a transitar un período invadido por desconfianzas y pesadillas, que acrecientan su desvelo día a día y, especialmente, noche a noche. El gato es el que acentúa lo que ella cree que ocurre, y en ello va la historia hasta concluir en lo insospechado.
En este breve resumen está la clave para descifrar el destino de los personajes, y Sorín, astutamente, se encarga de poner pistas y trampas, hasta arribar a un final impensado; un final que un cartel al inicio del filme se encarga de advertirle al espectador de tener cautela de no develarlo (recurso comercial que le dicen).
Toda la puesta en escena está al servicio de este misterioso filme: la fotografía en scope (sistema de filmación caracterizado por el uso de imágenes amplias en el rodaje) de Julián Apezteguía, la música de Nicolás Sorín (hijo del director), la dirección de arte de Margarita Jusid y el sonido de José Luis Díaz; todos ellos aportan su talento para brindar una obra infrecuente en nuestro cine.
Sus dos figuras medulares y casi excluyentes son un excelentemente medido y misterioso Luis Luque y una nerviosa y enorme Beatriz Spelzini, ésta última constituida como protagonista dominante del conflicto del guión, dueña de un rostro (con todas las arrugas no operadas de una mujer de 50) y una poderosa expresividad, lamentablemente desaprovechadas por la pantalla local. Sorín se encarga de sacarle todo el jugo para brindar un producto más que aceptable, esperando que no sea un único ejemplo en su filmografía, sino el comienzo del abordaje de otros nuevos caminos.