Del brote psicótico que Luis tuvo hace algunos meses sólo parece quedar un mal recuerdo. Al salir de la clínica en la que estuvo internado por orden judicial, sus médicos parecen convencidos de que el alta está justificada, y si bien eluden hablar de cura, argumentan que siempre y cuando se respete la medicación, todo será como antes de que este hombre que supo ser enérgico, se saliera de las casillas todos creen que, sin razón alguna. Un pequeño gato negro, Donatello, su mascota, lo recibe con gruñidos y algún zarpazo. Beatriz, su esposa, está inquieta y más aún con algunos gestos que este profesor universitario tiene apenas llega, tratando de ser lo más abierto posible a los cambios escenográficos en su casa, incluso a los libros que el se encargará de poner no por temas sino por orden alfabético. El gato desaparece: la tensión y la imaginación de Beatriz empiezan a crecer.
Carlos Sorín construye un thriller riguroso con muy pocos elementos y la empatía del público con Beatriz, magníficamente interpretada por Beatriz Spelzini (la sensación de soledad que transmite es por momentos angustiante). Sin embargo es Luis (otro memorable trabajo de Luis Luque, un actor que cada vez que regresa con una película demuestra un talento imbatible), quien inquieta con una mirada que parece dirigida a la cámara con un gesto que pasa casi inadvertido.
Por un lado, Spelzini crece en su composición de Beatriz como una mujer confundida, que se esfuerza a pesar de las dudas a convencerse de que todo está bien. Por el otro, está ese hombre enigmático que a su vez intenta convencerla, sincero o no, de que está totalmente recuperado y que está dispuesto a disfrutar la felicidad que un hecho, una serie de casualidades desafortunadas, lo sacaron de quicio y lo convirtieron en alguien peligroso de la noche a la mañana.
El director de la ultrapoética La ventana es muy astuto a la hora de manipular al espectador a su antojo. Lo seduce con la luz, con los colores (la fotografía fue registrada en Súper 35 mm), con una cámara que se mueve cuidadosamente al seguir a los personajes (en pantalla apaisada), con el sonido, que es pieza más que fundamental del relato, hasta hacerlo caer en una trampa. Nada es lo que parece, decía Alfred Hitchcock, y Sorín lo confirma de una forma magistral. Con poco, con un puñado de actores, eso sí, muy buenos, con personajes iguales a cualquiera y situaciones posibles, con una historia mínima que abreva en los sentimientos y con el toque que todo thriller necesita para estremecer, finalmente. Ah, y un gato que se revela (y también con b larga) y ayuda a concluir, una vez más, de que el cine argentino tiene valiosos autores. Sin lugar a dudas, Carlos Sorín es uno de ellos.