Algo se esconde detrás del escape
Tras su notable film La ventana Sorín hace un alto en la estación de los géneros y mira hacia el policial de enigma, con un relato en el que la propia figura del gato negro, su presencia y desaparición inmediata, se transforman en pretexto.
En la tradición mitológica, literaria y cinematográfica la presencia del gato negro, su figura y su sombra, ha sido motivo de numerosas especulaciones en lo que respecta a sus conexiones con los ancestros, augurios, fenómenos paranormales, simbolizaciones sobre las conductas humanas. Desde ser motivo de admiración en la cultura egipcia hasta hoy, protagonista en el último film de Carlos Sorín, pasando por esas hipnóticas odas que les dedican Charles Baudelaire y Jorge Luis Borges, sin olvidar los cuentos de Edgar Allan Poe y de Patricia Highsmith, el gato negro ha sido el personaje elegido, destacado y subrayado por magos y artífices de escaleras astrales, insomnes escritores y transgresores amantes.
Para los cinéfilos, para los que encontramos una desatada fascinación en la sala de cine, donde las imágenes de los que ya no están se reaniman en esperados rituales fantasmagóricos, el gato negro puede convocar las imágenes de personajes malignos que lo acarician con su mano enguantada, a soñadoras mujeres que ven en él una suerte de talismán, a parejas que ya no se hablan, que conviven bajo un mismo techo y que sólo los acerca el andar del animal. En la galería de personajes creados entre el alcohol y la fiebre, el gato negro abre las puertas de la mansión de Manderlay y anticipa los rostros de un burlón Vincent Price y de un amenazante Spectre en la saga de 007.
Tras su notable film La ventana, de declarada inspiración chejoviana, Carlos Sorín hace un alto en la estación de los géneros. Y mira hacia el policial de enigma, una categoría que reposa en el acervo de la cuentística del siglo XIX y que se anima en historias de detectives y de mensajes cifrados en nuestro tiempo. En el film de Sorín, hábil conocedor de sus reglas, asoma la sombra de Alfred Hitchcock, y lo hace particularmente a partir del vínculo que se va dando con el espectador, desde un punto de vista móvil que en gran parte reposa en la propia mirada de la protagonista, una mujer de profesión traductora llamada Beatriz.
Luego de un prólogo en el que se nos informa acerca de la situación clínica por la que atraviesa el personaje central, Luis --que compone Luis Luque, profesor universitario que en un momento dado y por cuestiones profesionales llegó a manifestarse de determinada manera, crucial y decisiva (que determinó que permaneciese por año y medio en una clínica psiquiátrica)--, asistimos a la presentación de los principales títulos, sobre una imagen en la que un gato negro avanza, descendiendo, una empinada escalera. Desde lo lacónico del título, desde su carácter afirmativo, Carlos Sorín ha construido un relato en el que la propia figura del gato negro, su presencia y desaparición inmediata, se transforman en un pretexto para poner en movimiento otras cuestiones que, a falta de un término más preciso, podríamos llamar sospechas.
De esta manera el gato en sí adquiere lo que para Alfred Hitchcock era la categoría del McGuffin (tal como él mismo se lo refiere a Francois Truffaut, su entrevistador en aquellos años 60), término que alude a esa situación o elemento que comienza a marcar una dinámica entre sus personajes, en lo que hace a sus reacciones y a sus comportamientos. En el film de Carlos Sorín, en el que por momentos no reconocemos diferenciación entre lo que se comprende por cordura y por locura, el relato se va construyendo como una pesadilla, desde una mirada que sostiene dudas y que se vuelve puro acto de incertidumbre.
El gato desaparece focaliza su acción en un hogar en el que ya los hijos no están y el marido es dado de alta de su forzada permanencia en la clínica. Un hecho del pasado, marcado por la violencia, asoma en alguna conversación y el mundo de afuera es sólo un leve pasaje. Particularmente claustrofóbico, el film de Carlos Sorín se vuelve sombra que se agiganta desde ese momento en el que el animal doméstico, llamado Donatello, reacciona agresivamente, encorvando su cuerpo, con sonidos chirriantes, cuando Luis, el recién llegado, se acerca a él tras haberlo buscado, reclamando su presencia. Tras el perturbador episodio, Donatello escapa.
Serán entonces los interrogantes los que pueblan la escena de un sostenido debate de tensiones. Y es la mirada de la mujer de Luis, Beatriz, la que se va desplazando en un espacio representado en formato scope y con una banda sonora compuesta por el hijo del director, que nos recuerda a las partituras de Bernard Herrmann y Pino Donaggio, en honor al maestro del suspense. Film de caracteres, que se airea particularmente frente a la inserción de algunos personajes secundarios en su decir de paso y con la promesa de un viaje, El gato desaparece nos recuerda a los espectadores que alguna vez el policial de enigma fue considerado por algunos realizadores argentinos, tales como León Klimovsky, Daniel Tinayre y Carlos Hugo Christensen, entre otros.
No es este el espacio para adelantar algo más de lo que sucede en el film, de los hechos que ya no serán vistos de manera tan natural. Y es esa mirada la que traza un puente con la nuestra y lleva a experimentar el temor y la zozobra, aún cuando frente a nosotros se jueguen situaciones de todos los días y se nombre un esperanzado viaje de vacaciones a Brasil. Con contados personajes, que excluyen cada vez más el mundo exterior, El gato desaparece va dibujando sus misterios no sólo por una mirada que nos alcanza sino también por un tratamiento de la luz que, de manera inusual, transforma cada espacio, cada momento del día, cada instante, en un eco de nuestros propios temores.
Y como pedía el propio Hitchcock a sus espectadores, cuando el estreno de Psicosis, aquí también (tras la esperada observación de apagar los celulares) se solicita a la platea no revelar el final.