Historia de locura común
El realizador de La película del rey e Historias mínimas entrega su película más precisa y estilizada, pero no termina de convencer porque lo que narra es demasiado pequeño para generar la expectativa que debería servir de motor a todo policial.
En Hollywood, El gato desaparece sería una de esas películas con las que cada tanto algún reconocido cineasta independiente le demuestra a la industria que es capaz de dirigir una de género, no igual sino mejor que la mayoría de sus colegas. Es también la clase de película que, en cinematografías de mayor desarrollo, lleva a los productores a sugerir al director la conveniencia de filmar la próxima con ayuda de un guionista, para dar mayor peso o solidez al asunto. En sentido visual y de puesta en escena, El gato desaparece es seguramente la película más elegante y refinada, más precisa y estilizada de Carlos Sorín. Si la nueva del realizador de La película del rey e Historias mínimas no termina de convencer es porque, para decirlo en términos de técnica narrativa, lo que asoma del iceberg es demasiado poco, demasiado pequeño, para generar la expectativa que debería servir de motor a todo policial.
El interrogante al que se apunta es si el protagonista sigue estando loco, o si acaso quieren hacerlo pasar por tal. De ser así, quién, quiénes, para qué. El tono de representación con que en la escena introductoria un abogado y un psiquiatra gestionan el alta médica de Luis (Luis Luque), genera las primeras sospechas. De modo clásico, la escena sirve también para informar lo que hay que saber sobre personaje y situación. Profesor universitario de literatura, un brote psicótico hizo que lo internaran, tiempo atrás, en un centro de salud mental. El alta se concede, pero bajo una condición: que Luis siga medicado. De acuerdo con los códigos de género, esto se lee como que bastaría que el hombre deje de tomar algún remedio para que arme un desastre.
La calma y la paciencia de Beatriz, esposa de Luis (Beatriz Spelzini), despierta sospechas semejantes (ya se sabe que el espectador de género es esencialmente paranoico). Sospechas que el gato Donnatello no hace más que incentivar, al recibir a su amo a puro soplido, encorvamiento y zarpazo: el cine de terror ha enseñado que frente al mal los gatos reaccionan así. Sin embargo, el modo en que la cámara sigue a Beatriz, algún telefonazo sigiloso de ella y su encuentro furtivo con el ayudante de cátedra de Luis –el tipo que provocó su brote, nada menos– hacen suponer que tal vez sean sus pasos los que convenga seguir. Hasta acá todo bien: es así, sobre una red de pistas contradictorias, como se arma el enigma de un policial. El problema de El gato desaparece es que la amenaza sobre la cual descansa todo el andamiaje se percibe casi tan pequeña como el propio título.
En primer lugar, el motivo de la internación de Luis: haberle partido la cara a su ayudante, por celos profesionales o personales. Nada muy distinto a lo que puede suceder cualquier día en la calle. ¿Es motivo suficiente para que el espectador se preocupe? Obviamente, la película piensa que sí lo es. Ver si no el momento en que Luis se acerca por detrás de Beatriz, para hacerle una caricia, y ésta pega un salto. No sucede lo mismo con el espectador (no, al menos, con este espectador que escribe), produciendo la incómoda sensación de que son los personajes, y no el que mira, los que están con los nervios de punta. Ni siquiera todos los personajes, pensándolo bien: tanto la hija de Luis y Beatriz (la excelente María Abadi) como la mucama (Norma Argentina) no parecen tener la mínima inquietud con respecto a la salud mental de papá. Si bien el final pone las cosas en su lugar, con un remate adecuado, hasta llegar a ese punto todo indicio de locura representó poco, y hasta la propia locura parece demasiado light.
Más allá de esos reparos, en términos estrictos de puesta en escena, de ejercicio de estilo si se quiere, El gato desaparece tiene un nivel de depuración infrecuente para un cine que, como el argentino, cuando aborda el género suele hacerlo con torpeza. Uno de los más talentosos directores de fotografía del medio, Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, Carancho, Los Marziano) le saca todo el jugo al Cinemascope, repartiendo con sabiduría luces y sombras y haciendo que cada espacio vacío en el encuadre penda como una incógnita. La dirección de arte de Margarita Jusid brilla sobre todo en la elección de la casa en la que transcurre la película casi entera: por su predominio de la horizontalidad, parece haber sido construida para ser filmada en Cinemascope algún día. Hijo del realizador, la partitura de Nicolás Sorín es de un sinfonismo tan elegante como no intrusivo, alla Bernard Herrmann. Pero es sobre todo gracias a las actuaciones que la película logra sostener el interés. Lucidos vértices de un elenco sin una sola nota falsa, daría la impresión de que en cada mirada ausente, cada gesto huidizo, cada reacción de inquietud de Luis Luque y Beatriz Spelzini hay más misterio que en la película misma.