Grandes actuaciones y la sapiencia a la que nos tiene acostumbrados Carlos Sorín hacen de este, un filme que entretiene inteligentemente.
Después de incursionar en películas donde los no actores se volvían imprescindibles y centrales en las narraciones elegidas, esas de historias pequeñas y humanas que lentamente fueron gastando el recurso (Historias mínimas, El perro y El camino de San Diego), y de un austero y algo fallido filme como La ventana, Carlos Sorín regresa al cine con un correcto ejercicio de género.
Luis (Luque) es un profesor universitario que comienza a padecer graves trastornos psicóticos que amenazan su estabilidad emocional y la integridad propia y la de sus allegados. Cree que un colega está interesado en robarle una investigación que viene trabajando hace tiempo y que intuye lo va a instalar en el mundo de la Academia y sospecha que su esposa Beatriz (Spelzini) lo está ayudando. Cuando la violencia se presente, Luis es internado en un neuropsiquiátrico. Con este prólogo es que ingresamos al mundo de esta burguesía que será el locus donde se desarrollará El gato desaparece. Luis a punto de ser dado de alta y Beatriz recibiéndolo de nuevo en el hogar conyugal.
La película es un thriller que cumple a rajatabla con todas las reglas y procedimientos del género. Así nos vemos envueltos en un angustioso y atrapante relato siguiendo los temores que primero le surgen a la protagonista y que lentamente se van tornando miedos más palpables y finalmente terrores atávicos. ¿Qué es la normalidad? ¿Qué es la locura? ¿Cuando se cruzan determinadas fronteras se puede regresar? ¿Adónde?
Como en una olla a presión pequeños e insignificantes detalles que antes podrían pasar inadvertidos ahora se vuelven sustanciales y preponderantes. De esos detalles se vale Sorín para atarnos a la butaca y crear personajes creíbles que van transformándose sutilmente ante nuestros ojos: extrañas actitudes, silencios, nuevas percepciones, cuelgues de atención y la presencia/ausencia del felino que algo parece presentir.
Grandes actuaciones de los protagonistas y un elenco que acompaña sin fisuras, una banda sonora de Nicolás Sorín precisa y ajustada y la sapiencia a la que nos tiene acostumbrados el director hacen de El gato desaparece un filme que, -a pesar de cierto trazo grueso en la abrupta resolución, de una intriga que hace abuso de su minimalismo y de un exceso de corrección y esteticismo-, une lo clásico con lo popular y entretiene inteligentemente.