Una de suspenso.
Luis (Luis Luque) es un profesor universitario que acaba de recibir el alta en el neuropsiquiátrico. Lo va a buscar su mujer Beatriz (Beatriz Spelzini), cuyo aspecto delata una ansiedad comprensible. Cuando llegan a la elegante casa donde viven, él intenta saludar a Donatello, el gato negro de ambos, pero este lo ataca y huye despavorido. Con el correr de las horas la tensión aumenta. Es obvio que Beatriz no confía en su esposo. Los especialistas dijeron que está curado pero ella cree que en cualquier momento puede volver a tener un brote psicótico. Mientras, el gato no aparece.
Carlos Sorín venía de dirigir la experimental y poco feliz La ventana, luego de esa trilogía compuesta de mayor a menor por Historias mínimas, Bombón: el perro y El camino de San Diego. Con su nueva película, Sorín incursiona en el cine de suspenso. Al estilo hitchcockiano, el prólogo es un cartel que nos pide no contar el final, y el motivo concreto de la locura del protagonista es un mcguffin de lo más básico. Mientras las acciones narradas manifiestan la creciente desesperación de Beatriz y nos hacen dudar de su estado mental frente a la novedosa tranquilidad de Luis (quizá los médicos tenían razón después de todo), la cámara nos muestra otra cosa, por ejemplo, al encuadrar con insistencia algunos objetos (una radiografía cerebral, un pescado destripado), o en esos lentos acercamientos al cada vez más siniestro rostro del profesor mientras su mujer le habla fuera de campo. Tampoco se olvidan los detalles inquietantes que no deben faltar en esta clase de films, como el plano de unas ramas de árbol que se retuercen y dibujan arabescos en el cielo nocturno, o esa escalera por la que se pasea el gato tomada en contrapicado. La fotografía evidencia un acertado uso del cinemascope, en concordancia con el diseño modernista de la casa matrimonial. Para completar este encaje, la música de Nicolás Sorín hace recordar las elegantes bandas sonoras de Herrmann. El gato desaparece, en definitiva, funciona porque consigue lo que sin una desmedida ambición se propone. Su director conoce muy bien las reglas del género con el que se mete, lo cual le permite valerse de recursos puramente cinematográficos.
La pareja protagónica, sin dudas, también aporta lo suyo. El notable Luis Luque, con su cuerpo enorme, su apariencia descuidada y su andar cansino, puede ser visto simultáneamente como una bestia mansa y un psicópata. Ningún otro actor del medio logra transmitir esa sensación de dualidad. Beatriz Spelzini, por el contrario, es una mujer bajo la influencia, un manojo de nervios, una cara deformada por la tensión que a veces deja entrever una sonrisa ante situaciones banales que la abstraen de la angustia (peluquería, planes de vacaciones en Brasil). Su personaje deambula, avanza, retrocede, sale a buscar al gato en la oscuridad de la noche porque intuye que en ese animal, de alguna manera, se materializa una paz mental extraviada. La suya.
El final es esperable, aunque no obvio. Injusto sería intentar comparar El gato desaparece con las obras maestras del suspenso. Con su prolija conciencia genérica alcanza. Y eso, en nuestras tierras, no es moco de pavo.