Paul Thomas Anderson ya no es el de las historias corales de Magnolia y Juegos de placer. Más allá de esa rara avis que en su carrera suponía Embriagado de Amor, el joven cineasta estadounidense parece haber encontrado un nuevo modelo narrativo en su obra, una estructura por demás puntillosa, a partir de Petróleo sangriento. Con The Master, Anderson lleva aquella premisa hasta extremos inéditos. Formalmente, su estilo de autor se torna cerebral y meticuloso, lo que parece importarle es recrear una atmósfera de lugar y de época merced a una estrategia ajena a la de sus primeros films (superpoblación de personajes, de situaciones). Aquí se impone, por el contrario, un esquema de relato consistente en la supresión paulatina, cuyo fin reside en el privilegio de una atmósfera enrarecida, absurda, obsesiva en cuanto a sus detalles y matices. Petróleo sangriento no entregaba certezas sobre la cruel naturaleza de su protagonista, aunque la acción se desarrollaba de manera lineal, clásica si se quiere. Nada de ello ocurre en The Master, donde la forma elegida es la parábola, recurso kubrickiano por excelencia. El director de La naranja mecánica, de hecho, empleaba ese encaje en servicio de su visión nihilista del mundo, reflejada en la condición innata de sus antihéroes, mientras que en este caso la trama exhibe, respecto a sus propósitos, un carácter impreciso, confuso. En 1950, Freddie Quell (Joaquin Phoenix) acaba de volver de la guerra. Trastornado y alcohólico, su andar errante y el azar lo llevan a conocer al líder espiritual Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), con quien entabla una tormentosa amistad. Dodd, también conocido como “El Maestro”, es el creador de una extraña filosofía de autosuperación a la que bautizó La Causa, por medio de la cual intentará curar los tormentos del recién llegado. Si bien éste nunca termina de comprender de qué va la prédica de su nuevo compinche, no duda en embarcarse con él, su familia y sus seguidores en un misterioso crucero a lo largo de la Costa Este. Muy a menudo, las elecciones temáticas de Anderson parecen estar guiadas por la curiosidad que le despiertan ciertos personajes de la mitología americana reciente. Noches de placer adaptaba, happy ending mediante, la leyenda del inolvidable John Holmes. The Master hace lo suyo con L. Ron Hubbard, controversial fundador de la Iglesia de la Cienciología. Si el director hubiese intentado aproximarse con mayor pretensión de fidelidad a la figura de Hubbard, quizá habría logrado eliminar las contradicciones del guion, ya que, si algo caracterizaba al astuto autor de Dianética, era precisamente su fenomenal capacidad para ganar dinero. ¿Qué podría haberlo llevado a interesarse en un revoltoso fracasado como Quell, y más aún, a incorporarlo a su círculo íntimo? Por otra parte, es de suponer que “El Maestro” original, responsable de un imperio en ciernes por aquellos años, jamás habría perdido la calma ante el cuestionamiento de un solitario escéptico frente a la alta sociedad neoyorquina, como muestra el film. Son éstas las circunstancias diegéticas que hacen del último trabajo de Anderson una narración oscura, descabellada, incoherente. Ahora bien, ante todos los pronósticos, la cosa funciona. Phoenix y Hoffman (y una demacrada Amy Adams, de excelente performance) se hacen carne en las contradicciones mencionadas y salen fortalecidos, sobre todo el primero. El de The Master es un mundo degenerado y repugnante, opuesto a la estampa idílica, tantas veces proyectada por Hollywood, de la América de posguerra, con sus héroes quiméricos y sus banderas flameantes. Este planteo aparece ilustrado a través del enfermizo personaje de Quell, cuyas visiones pornográficas nunca dejan de lado la repulsión de la carne en varios de sus aspectos –la escena en que imagina desnudas a las seguidoras de Dodd resulta, sin duda, perturbadora–. A fin de cuentas, Anderson se vale de un depuradísimo poder descriptivo, reforzado en cada plano por la maniática banda sonora de Jonny Greenwood y la fotografía de Mihai M?laimare, para la confección de una historia rara, chocante, incómoda y repleta de angustia, que acaso requiera más de un visionado para su justa aprehensión.
En una entrevista realizada por Nick Halloway que publicó Página 12 (aquí), Steven Spielberg narra el momento de su infancia en el que visitó por primera vez el imponente monumento a Lincoln, en Washington DC: “El primer recuerdo de Lincoln que tengo es el de su estatua, que cuando la vi, a los cinco años, me resultó abrumadora, de tan gigantesca. Pero cuando me acerqué, para mirarla más de cerca, quedé cautivado por el rostro de ese hombre. Es un recuerdo imborrable para mí, que me dejó haciéndome preguntas sobre ese hombre, sentado en la silla”. La premisa de Spielberg, cineasta americano bigger than life, no era la de realizar un biopic acerca del decimosexto presidente estadounidense sino la de centrarse en los meses más cruciales de su mandato, entre enero y julio de 1865. Este período fue el escenario de dos acontecimientos históricos: el fin de la Guerra Civil, por un lado; la aprobación de la enmienda que abolía la esclavitud, por el otro. Como resultado, el clima predominante aquí es el de la discusión política, tanto en los viciados entretelones como en el amplio salón del Congreso. Contrariamente a lo que suele suceder en el mundo spielberguiano, las palabras se imponen a las imágenes. La paleta de color, de hecho, es oscura, opaca, sobria, más propensa a ocultar que a mostrar. La trama, entonces, avanza por vía oral en dos niveles, el de los discursos grandilocuentes y el de las intrigas. Como es de esperarse en una película nominada a doce premios Oscar, prevalece el primer nivel, y los personajes actúan acorde a dicha elección. Exceptuando a Sally Field, quien debió haberse sentido en su salsa al interpretar una primera dama al borde del colapso nervioso, las performances en Lincoln tienen un nosequé de pieza de museo, desde Tommy Lee Jones y James Spader como congresales hasta Joseph Gordon-Levitt como hijo del protagonista. El paradigma de estilo, en este caso, es el propio Daniel Day-Lewis en el rol del presidente, quizá lo más parecido en el mundo de los vivos a la famosa estatua que cautivo a Spielberg de niño. Durante dos horas y media, el Lincoln encarnado por Day-Lewis se nos presenta como una especie de mesías que, por medio de frases ingeniosas y anécdotas entrañables, termina encauzando a su pueblo hacia la grandeza. Todas las escenas de acalorado debate en torno al futuro de la nación tienen como denominador común el remate aleccionador del viejito sabio (que a la sazón, poco antes de su asesinato, tenía cincuenta y seis años, aunque en el film parece de ochenta y seis). Oscarizable en el peor sentido de la palabra, la última película del director de E.T El extraterrestre nunca logra transmitir la humanidad de sus elevados personajes. Pese a las toneladas de diálogos, jamás logramos comprender sus propósitos en el contexto que los rodea. Todo luce un aire de visita guiada, de revisión lujosa y solemne. Spielberg, como John Ford –quien también elaboró su retrato del mandatario, a no olvidar El joven Lincoln con Henry Fonda– es, en definitiva, un elegido, uno de los pocos narradores capaces de afrontar, en términos industriales, el relato sobre la historia grande de su país, sobre los ideales y las luchas que tanto enorgullecen a la idiosincrasia y el discurso americanos. La satisfacción segura de la deuda saldada, del deber cumplido, se verá reflejada en la entrega de los Oscar, que seguramente favorezca a Lincoln en todos los rubros importantes.
Puede que no sea tan talentoso como Spielberg o tan marketinero como George Lucas, pero Robert Zemeckis es un peso pesado del firmamento hollywoodense. Fue responsable de Volver al futuro y de Forrest Gump, eso debería bastar para hacer de su nombre una leyenda. Más allá de los dos hitos mencionados, el hombre realizó ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, La muerte le sienta bien, Contacto y Náufrago , títulos seguros en la filmografía de cualquier cineasta. Durante la última década Zemeckis se volcó al cine animado (El expreso polar, Beowulf, Un Cuento de Navidad), por lo que El Vuelo constituye su esperado regreso a la acción en vivo. La trama se centra en Whip Whitaker (un impecable Denzel Washington), capitán de avión alcohólico y drogadicto. En la primera escena nos enteramos de todo: después de una noche de reviente, el protagonista se esnifa unas líneas de cocaína y encara hacia el aeropuerto. Es evidente que su estado está lejos de ser óptimo, pero más preocupante aún resulta ser, una vez en el aire, el estado del vehículo. Whitaker, un as al volante, dibuja unas maniobras espectaculares, incluyendo una pirueta que deja la nave en posición invertida, para aterrizar dificultosamente en medio del campo. El saldo es de seis muertos, que podrían haber sido cientos. El piloto es reconocido como un héroe nacional, por lo menos hasta que se revele el resultado de su análisis de sangre. Una vez finiquitada la escena del vuelo, la película se convierte en el doloroso retrato de los tormentos de Whitaker. Menos mal que al director se le ocurrió llamar a John Goodman para encarnar al dealer, un detalle simpático en medio de tanta angustia. Porque el relato parece regocijarse con el fracaso y el sufrimiento del adicto, que no puede ni quiere dejar de arruinarse la vida. Su infierno personal es llevado hasta las últimas consecuencias, y bien sabemos con qué fin Hollywood suele hacer este tipo de cosas. Porque cuando parece que todo está perdido, cuando parece que nuestro héroe va a salirse con la suya a la hora del interrogatorio, Zemeckis nos despabila con el campanazo de la redención. Dicho de otra manera: El vuelo prefigura un espectador cómplice de su endemoniado personaje principal; un sujeto discursivo que, aun sabiendo diferenciar lo correcto de lo incorrecto, desea esto último: el pobre tipo estaba borracho y drogado, pero su desempeño como piloto ante el mal funcionamiento de la nave fue brillante, por lo tanto no debe pagar. El final, como era de esperarse, llega con toda la energía de un cachetazo aleccionador.
Sibila, el documental de la chilena Teresa Arreondo consagrado a la figura de su tía paterna, ex guerrillera de Sendero Luminoso, es un relato que avanza por medio de huellas. En los primeros dos tercios de película, la directora se dedica a cimentar, por medio de testimonios familiares, la figura tabú de quien, con los años, se convirtió en algo así como un fantasma en su vida. Ciertos rasgos temáticos de esta búsqueda podrían remitir a Los Rubios, de Albertina Carri, aunque formalmente no existen equivalencias. La imaginería fashion de Carri, además, suponía el revestimiento de lo que, a fin de cuentas, era la presencia de una ausencia, lo cual no ocurre aquí. El interés por Sibila aumenta a medida que se suceden las entrevistas en espacios cotidianos y las fotografías; tal expectativa acompaña la posibilidad cierta de encontrarnos, al final del trayecto, con ella en persona. Por otra parte, la mirada de la cámara es siempre subjetiva. Salvo en un reflejo espejado, nunca llegamos a ver a Arreondo, tan sólo escuchamos su voz en off. Este recurso del dispositivo técnico, que en otros casos podría propiciar una identificación con el narrador, termina por hacerlo desaparecer. La indagación emprendida trasciende las fronteras familiares para ilustrar, desde su naturaleza de microcosmos, la historia reciente de un país y de una región. El momento de la verdad llega con todo el peso de las imágenes y las palabras que lo antecedieron, aunque dichas aserciones empalidecen ante la aparición de la legendaria tía. Su rostro permanece tan imperturbable y tan severo como su discurso. Arreondo acierta al no registrar más que eso. Cualquier exaltación, positiva o negativa, habría echado a perder todo el trabajo. La anciana ejerce fascinación con su sola presencia, y lo que se busca no es condecorarla ni condenarla, sino observar su mundo, ese que sólo se revela en la aprehensión serena de quien sabe lo que busca y cómo conseguirlo.
La edad del pavo Recuerdo haber visto esta película en el BAFICI 2011. Un año después, cuando advertí que se estrenaría en el circuito comercial, me invadió una sensación similar a la de descubrir a una persona vagamente conocida en una coyuntura que le es ajena: “¿Y éste qué cuernos hace acá?”. Porque lo cierto es que Gabi on the Roof in July (ni siquiera el nombre tradujeron) jamás debería haber salido del ambiente festivalero, o, a lo sumo, de algún ciclo emitido por I-Sat. Es tan horrendamente indie que luego de verla sentí ganas de desintoxicarme buscando Terminator II en Cuevana...
Mucho ruido y pocas nueces El Caballero de la Noche asciende se propone ser el evento cinematográfico de la década. Eso no es novedad. La última entrega de Batman, sin embargo, padece el mismo defecto que El Origen, otra de las imponentes creaciones de Christopher Nolan. El británico no duda cuando hay que ir a los bifes, y le sale muy, pero muy bien. Escenas como esa de la cancha de fútbol americano volando por los aires, con la tensa secuencia del nene cantando el himno que la precede, demuestran lo que su tremendo tour de force puede dar. Sólo que para justificar todo el desastre que vemos en pantalla, toda la exuberancia de semejante impulso destructivo, se nos impone antes un tedioso compendio de explicaciones. El estilo narrativo se caracteriza por un vértigo estéril, con toneladas de diálogos que no dejan nada librado al azar o la imaginación, y una aburrida banda sonora compuesta por Hans Zimmer (cómo se extraña la música que Danny Elfman ideó para Tim Burton) cuyos compases se repiten hasta el hartazgo sin importar la densidad dramática de las acciones que acompañan. Cuando finalmente se pudre todo y una especie de Tercera Guerra Mundial asola Ciudad Gótica, el film ya nos rompió el bocho con una híper actividad alienada que lo obliga a ilustrar en su superficie hasta el más mínimo detalle. Por ejemplo, cuando Alfred (Michael Caine) le cuenta a Bruce Wayne (Christian Bale) sobre sus deseos de verlo llevar una vida normal, ¿era necesario mostrarlo en un café de Florencia, esperanzado con ver a su amo feliz y bien acompañado en alguna de las mesitas ? Es decir, ¿había que hacer visible exactamente lo que el mayordomo estaba diciendo? El director echa mano de este recurso una y otra vez, nos bombardea con superposiciones audiovisuales, quizá por no creer lo suficiente en el poder intrínseco de las imágenes y las palabras, en las respectivas capacidades de autonomía de estas. Los explosivos cuarenta y cinco minutos finales, luego de que Nolan cumplió con sus obligaciones autoimpuestas para dedicarse a entretener sin más preocupaciones, constituyen, por lejos, lo más disfrutable de la película. Basada en un puñado de historias del cómic, El Caballero de la Noche asciende sufre la carencia de un villano de peso. No es que Tom Hardy entregue una performance floja, pero su terrorista Bane empalidece ante el Joker que inmortalizó el difunto Heath Ledger en la segunda parte de la saga. Ledger personificaba el desorden que hacía de El Caballero de la Noche una película retorcida, desquiciada, maquiavélica. Aquí, por el contrario, la diversión y la imprevisibilidad brillan por su ausencia. La bellísima y correcta Gatúbela de Anne Hathaway no logra compensar dicha falta. Ésta es, en realidad, una película sobre Batman, o más bien sobre Bruce Wayne, ya que las apariciones del murciélago son pocas. Christian Bale encarna al millonario tal como este fue concebido en el cómic, y acaso haga recordar una versión noble de otro personaje que interpretó en el pasado, el Patrick Bateman de Psicópata americano. Pero la cuestión del saltito de Jedi para escapar de la prisión no cierra. Este Wayne, al que vemos renguear y arrastrarse con la columna vertebral a la miseria, parece estar más torturado física que psíquicamente. Si bien en las películas de Tim Burton (cuya fidelidad a la historieta era casi nula) los villanos eclipsaban al héroe, había algo en el discutido Michael Keaton que resultaba desconcertante: a nadie se le ocurría pensar que ese tipejo parco y oscuro podía ser Batman. Esta contingencia no tiene lugar aquí. El hermoso y triunfador Bale, sin duda, es Batman, es el salvador de Ciudad Gótica, y ahí se acaba todo el misterio. El Caballero de la Noche asciende, en definitiva y pese a sus falencias, es un aceptable último capítulo, que, a partir del ímpetu revolucionario de su villano en el seno de un imperio americano convulsionado y paranoide por actual la crisis económica, podría suscitar algún que otro contrapunto sociológico de bajo vuelo y no mucho más que eso. En todo caso, aunque sus espectaculares escenas de acción la justifiquen, es la más floja de la trilogía Nolan y queda lejos de cumplir con las expectativas.
Rescate fallido Los hermanos Farrelly no pegan una. Parece mentira que sean los mismos que dirigieron Loco por Mary hace más de una década. Los Tres Chiflados, proyecto que habían soñado por años, es un fiasco de principio a fin. Una institución del slapstick como la que creó Ted Healy e inmortalizaron Moe Howard, Curly Howard y Larry Fine no merecía esto. ¿Hay algo que realmente funcione en una comedia cuyo cartel, a priori, prometía no pocas risas con la batuta de los Farrelly y la presencia de Larry David disfrazado de monja?
Steven Soderbergh es un cineasta difícil de encasillar. Desde dirigir auténticos tanques hollywoodenses con repartos multiestelares (Traffic, la saga de La gran estafa, Contagio) hasta films extraños de bajo presupuesto (Full frontal, The girlfriend experience, Gray’s Anatomy), rodeado de luminarias o de perfectos desconocidos a la hora de elegir sus actores, pocos aspectos parecen dar cuenta de una determinada política autoral en su filmografía. Principalmente conocido por dichas superproducciones que revientan la taquilla, no siempre se recuerda que Soderbergh ganó la Palma de Oro en Cannes hace veintitrés años con su primera película, la estupenda Sexo, mentiras y video. Dicho en otras palabras, cada nuevo proyecto suyo es una incógnita. El hombre no se priva de nada, ni siquiera de una remake (bastante fallida, por cierto) de Solaris. La traición podría inscribirse en la línea más comercial de Soderbergh si no fuera porque su estrella no es actriz sino luchadora de artes marciales. El director podía recurrir a cualquier bomba sexy del celuloide, ya que trabajar con estrellas siempre fue una de sus especialidades, pero en vez de eso optó por algo más cercano al cine clase B, y acertó. Gina Carano la rompe en un elenco de pesos pesados que incluye a Michael Douglas, Ewan McGregor, Michael Fassbender, Bill Paxton y Antonio Banderas. Como suele suceder en estos casos, sólo el estilo puede lograr que una trama abrumadoramente convencional se torne interesante. Mallory (Carano) es una ex marine y agente secreto al servicio de una agencia privada cuyo cliente, oh sorpresa, es el gobierno de Estados Unidos. Luego de terminar con éxito una misión en Barcelona, descubre que su jefe (McGregor) le tendió una trampa. Señalada como terrorista por aquellos para quienes solía trabajar, Mallory debe mantenerse viva, vengarse de los villanos y probar su inocencia. Las acciones, como en toda aventura de espías (por si hacía falta aclararlo, La traición es cine de género con todas las letras), transcurren en varias ciudades europeas y estadounidenses. El resultado es una carrera frenética, pero frenética en el mejor sentido de la palabra. A diferencia de algunos farsantes de nuestra era (Guy Ritchie, sin ir más lejos), Soderbergh sabe hacer cine de acción puro y duro, con secuencias respetuosas del lenguaje y sin recurrir a esos cortes espásticos dignos de una publicidad de celulares. A esto contribuyen la fuerza y la elasticidad de su protagonista. Un salto, una piña, una patada y hasta un gesto mínimo de Carano entregan, aun tomados de manera aislada, más adrenalina que toda la filmografía de Ritchie. El combo Soderbergh-Carano, a fin de cuentas, hace que la cosa funcione. Resulta difícil encontrar en la actualidad películas de acción más efectivas –al menos hasta el próximo trabajo de Tony Scott, otro maestro del entretenimiento–. Incluso la duración (poco más de una hora y media) le queda bien. El final, con un Banderas caricaturesco y una última pelea que jamás vamos a ver, nos deja pidiendo más. Si bien seguramente pase inadvertida en la voluminosa obra de su director, La traición cumple con todas y cada una de sus premisas.
Tomada como película cuyas imágenes crudas y descorazonadas se graban en la retina y la convierten en afectado proyector de futuras remembranzas, Elefante Blanco empieza y termina de la misma manera: sin diálogos. Tomada como reflejo de una tragedia cotidiana -las villas miseria-, la última película de Pablo Trapero empieza y termina, otra vez, de la misma manera: mal. La exhibición de atrocidades de Trapero elude cualquier introito verbal y va directo a los bifes cuando Julián -el “cura villero” interpretado por Darín- y Gerónimo -Jérémie Renier, -conocido por sus roles en La Promesa y El Niño, ambas de los hermanos Dardenne- el misionero francés recién llegado del Amazonas, se despiertan sobresaltados y resignados al mismo tiempo. De fondo, los disparos y la inconfundible voz de Pity Álvarez (a esta altura del partido, un meta discurso sobre el reviente) inauguran a puro rocanrol otro día en Ciudad Oculta y, el título de la película, con sus letras monstruosas e imponentes, se superpone a una mole de cemento (una construcción semi-abandonada, originalmente pensada por el socialista Alfredo Palacios en 1937 para ser el hospital más grande de Latinoamérica), lo que da como resultado un arranque de esos que patean culos y hacen mover el piecito. Hay promesa de acción y Elefante Blanco la cumple con golpes directos al medio del estómago. La miseria extrema escenificada por Trapero denota su singular capacidad autoral de aprehender mundos casi siempre inexpugnables, campos cerrados cuyas líneas de fuerza absorben a quienes se acercan a él, anulando la efectividad de todo análisis externo y objetivador. En cada película del cineasta bonaerense se advierte un rechazo de los sujetos colectivos abstractos y preconcebidos en pos de transitar los oscuros meandros de un microcosmos determinado. De vez en cuando, el campo visual impuesto por la cámara permite advertir algo del “afuera”, como esos autos modernos que recorren las autopistas lindantes a la villa, pero sólo por medio de planos generales, de yuxtaposiciones dentro del cuadro. La diégesis impone un carácter férreo, equivalente a su trama de criaturas que nunca ceden. Más que entregar certezas, Elefante Blanco siembra interrogantes en (y entre) sus personajes. Julián es presentado como un cura bondadoso y comprometido, un digno heredero del Padre Mugica (a quien le es dedicada la película), aunque siempre dentro del protocolo eclesiástico. Distintos parecen ser los pensamientos de Gerónimo y de la asistente social Luciana (Martina Guzmán), más flexibles y combativos. El hecho de no saber demasiado acerca del pasado de este trío protagónico (excepto que ambos hombres provienen de familias acomodadas) implica un acierto en el relato, puesto que los emparenta más profundamente con la sordidez de su aquí y su ahora, con ese presente kamikaze que eligieron para sus vidas. No hay nada más que la intensidad palpable de las acciones, y está bien que así sea. Sin duda alguna, Trapero es un realista, el más realista (y talentoso) de los directores surgidos de aquella generación que forjó, allá lejos en plena década del 90, esa corriente denominada Nuevo Cine Argentino. Por el horror de lo que muestra, entonces, ésta es su obra más dura y visceral. El travelling que sigue a Gerónimo en su misión de rescatar un cadáver luego del enfrentamiento entre dos clanes de narcos constituye un ejemplo claro de tal contundencia. Frente a la abyección estética de programas televisivos como Policías en Acción, Elefante Blanco aborda con una sobriedad tajante la más salvaje de nuestras realidades sociales. Algo que, en estos tiempos violentos y absurdos, no es poca cosa.
Vuelve Johnny Depp como Hunter S. Thompson, aquel delirante periodista y escritor americano que fundó el estilo Gonzo. Tal manera de reportear se caracterizaba por la introducción del autor en el centro de su propia historia, y Thompson fue un extremista en todos los sentidos de la palabra. LSD, cocaína, alcohol, de todo se metió en el cuerpo hasta que este empezó a pasarle factura por tanto reviente. En 2005, sin ganas de padecer la decrepitud, el tipo agarró uno de sus miles de revólveres y se voló los sesos en su rancho de Colorado. Tenía sesenta y siete años. Su firma apareció en muchas publicaciones, y fue en la Rolling Stone donde publicó su mejor trabajo. También escribió un puñado de novelas, pero Donde el búfalo ruge, la despareja película de Art Linson estrenada en 1980 con Bill Murray en el papel de Thompson, no tomaba como base concreta ninguna de ellas. En 1998 Terry Gilliam filmó la adaptación de Pánico y locura en Las Vegas, una de las obras más aclamadas del escritor, con un Johnny Deep inolvidable, algo que fue remarcado hasta por el propio “Dr Gonzo”. Retomando lo dicho: vuelve Johnny Depp como Hunter S. Thompson, aunque el inglés Bruce Robinson no es Terry Gilliam, y Diarios de un seductor (espantosa traducción del original Diarios de ron), no es Pánico y Locura en Las Vegas. Lógicamente, estamos hablando de una precuela, de un Hunter inexperto cuyo temple no era ni por asomo el de aventuras lisérgicas posteriores. En 1960, recién llegado a San Juan de Puerto Rico para trabajar en un periódico americano, Paul Kemp (alter ego de nuestro héroe) asimila sin problemas las costumbres del lugar gracias a los consejos de un nuevo compañero de trabajo y compinche (Michael Rispoli). Pronto conoce a su antagonista, un inescrupuloso empresario (Aaron Eckhart) que quiere contratarlo como propagandista de un oscuro proyecto inmobiliario. La acción avanza a través de playas paradisíacas, yates de lujo, fiestas calientes, departamentos derruidos, peleas de gallos y guetos miserables. Mientras se emborracha con ron y seduce a la sexy novia de su socio (Amber Heard), Kemp intenta denunciar las injusticias de ese enclave colonial en ebullición, pero lo que vemos no son más que episodios dispersos en un relato desdibujado. Si en Pánico y Locura… Thompson denunciaba la podredumbre del sueño americano desde sus entrañas, aquí apenas lo aborda objetivamente. Y si bien tal posicionamiento puede ser justificado por el mencionado estatus de precuela (no había manifiesto Gonzo en ese entonces), el film de Robinson nunca termina de resolver de qué viene la cosa. El resultado final no dista mucho de la típica comedia yanqui de borrachines en el Caribe, con previsibles toques de aventura y romance. Sólo una escena logra sobresalir de la medianía, y es la que ilustra al turista gringo por excelencia, un gordo horrible y estúpido que juega al bowling ignorando por completo la turbulenta situación sociopolítica que lo rodea. La eficacia estética de ese retrato constituye sólo un paréntesis en la narración. Película del montón, a fin de cuentas, Diarios de un seductor jamás logra ponerse a la altura de la leyenda de su protagonista.