La melancólica decadencia deun circo chileno
Dicen que el Timoteo era un circo rasca como cualquier otro, hasta que faltó una bailarina y un partiquino aceptó reemplazarla, envuelto en plumas y lentejuelas. Así surgió el más famoso (y el único) circo de transformistas de Chile. Rasca, pero famoso. Y como
era cómico, más o menos pudo sortear los prejuicios de la sociedad, el control de la dictadura y la evolución del público. Pero no el paso del tiempo. Lorena Giachino Llorens muestra esa decadencia teñida de alegría. En el prólogo, René Valdés (el cómico Timoteo) recuerda a la Fabiola (su socio Darío Zúñiga). "Linda muerte tuvo, porque actuó, la aplaudieron a rabiar, lo único que le faltó tiempo para salir a saludar". Siguen algunas bromas sobre la vejez y la dudosa belleza de la troupe ("parecen 'Titanes en el Ring' las señoritas"), fragmentos de números de calidad artística también dudosa, momentos de rutina y de incertidumbre, y varios perros, pero no amaestrados, sino perros nomás.
Detalles singulares, un artista que se va desvistiendo mientras hace el playback de "Soy lo que soy", una misa en la carpa, a cargo del joven párroco Marcelo Catril, de la pastoral circense, y los soliloquios de Timoteo, que canturrea "rosas y claveles blancos, blancos de ilusión", del tango "Pregonera", ese que termina diciendo "un cariñito y un clavel, solo el clavel, lo que quedó". Bueno, a éste no le queda ni el clavel, pero al final lo vemos interesado en un local chico para seguir de alguna manera con el show.