El gran circo pobre de Timoteo

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

El discurso documental es a mí parecer uno de los más plásticos a la hora de abordar temas diversos, con distintos recursos o más escasos o más generosos, siempre tiene una indiscutible chance de experimentar dentro del lenguaje, con una libertad que a veces la ficción pareciera tener más pruritos para tomarse. La elección narrativa de Lorena Giachino en este filme, no se luce justamente por la experimentación o la audacia, pero si decide con soltura y transparencia un camino de búsqueda prolijo y austero de operación observacional, sostenido por la mirada atenta, el registro cuidado, un modelo anti – intervencionista que con ojo costumbrista retrata a lo largo de todo el relato el micro mundo del circo y sus figuras centrales.

El gran circo de Timoteo, es un circo chileno absolutamente singular. No hay equilibristas, ni magos, ni payasos, ni hombre lanzallamas, solo hay una troupe ecléctica y bizarra de transformistas. Fue creado hace más de 40 años -si hacemos el cálculo nos daremos cuenta que pisaron en su origen las tierras Pinochetistas – lo que le da un germen histórico altamente transgresor.

Más se afirma en mí la idea cuando recuerdo que recién en el año 1978 se estrena la emblemática La jaula de las locas, de Édouard Molinaro, filme franco-italiano basado en una obra teatral del año 73, que centra su universo de personajes en los transformistas.

El dueño y director del circo es René Timoteo Valdés, de ya casi 70 años y con una salud deteriorada, que vive una etapa en la que sus temas recurrentes son el retiro, la enfermedad y la muerte. No es caprichosa la escena inicial en la que René charla con uno de los artistas recordando la muerte de una tal Fabiola, les da pena recordar que falleció luego de hacer el show y no llegó a salir para saludar a su público. La muerte en muchos sentidos es un tema central de este filme.

La cámara por su parte también observa a esta pequeña jungla de hombres poco glamorosos que se convertirán en mujeres por un rato, envueltos en plumas y bordados con lentejuelas que se suben al escenario como estrellas kitsch de una jaula de las locas más bien burda, grotesca y rudimentaria. Es el gran circo pobre donde podemos ver un brillante par de tacos dorados apoyados sobre una vieja escalera de madera. Pero no es el escenario y sus artificios el espacio que más le atrae a la narradora dejándonos ver bastante poco del juego del show, de la escena y su parafernalia estilizada. Por el contrario, permanecemos más tiempo tras las bambalinas con los personajes a la espera, con sus rutinas, sus pequeños secretos y las banales charlas detrás del telón.

Vemos el circo desde todos los ángulos, desde adentro y desde afuera, entre los tráilers y a través de sus personajes con sus rituales diarios. Pasan los días y las noches, el circo se desarma y se vuelve a armar. Viajan, se trasladan, y hasta presenciamos un armado fallido donde en un gran plano general teñido de atardecer, vemos derrumbarse las grandes vigas que sostienen el circo en su nueva instalación. Algo bello, algo triste.

Lo que se presenta de alguna manera como hilo conductor del documental, una suerte de sostén de la construcción narrativa, es el seguimiento casi constante del personaje protagónico de René Timoteo. Retratándolo en su lucha por la supervivencia del circo que padece los avatares de una crisis económica y un cambio cultural que aleja a la gente del proscenio transformista, compartiendo sus ya mencionadas angustias sobre su retiro y su enfermedad, observándolo en su rol de liderazgo y mostrándonos hasta los más mínimos detalles que construyen el vínculo con sus artistas y compañeros de vida. Y hasta verlo en escena con su singular personaje “el barredor de escenarios”, que cuenta chistes sobre los transformistas como si pudiéramos espiar un skecht detrás del telón.

Claramente la realizadora se enamoró de René , de su vida pasada y presente, de sus conflictos, de sus pensamientos, esos que dispara en una suerte de entrevista en voz alta donde conversa con otros de la vida y sus vaivenes, sobre el cruel y devorador paso del tiempo: “el tiempo que te pasa la cuenta” parafraseando al personaje. Este enamoramiento tiene sus pasajes encantadores, pero también produce un efecto de cierto agotamiento narrativo ya que la cámara casi no se despega de los pasos de René y su derrotero cotidiano.

Por Victoria Leven
@victorialeven