Frente a una película como esta es casi inevitable evocar la presencia en tanto clásico moderno de la obra de Scott Fitzgerald como la trayectoria del realizador Baz Luhrmann. En este caso no es tanto por la trascendencia de su filmografía – de la que a criterio de este cronista solo vale destacar su Romeo y Julieta – sino por el impacto y la “polémica” que suelen despertar sus puestas en escena.
Lo cierto es que Luhrmann repite su constante a propósito de contar una historia de amor de un modo estridente, desaforado, intenso y extenso. Más allá de la trama que se ubica en un momento especial del capitalismo de entreguerras, momento de puro optimismo pero cruzado por la sombra del futuro inmediato que se extiende sobre esos tiempos modernos, lo que importa al realizador es la historia de pasión y frustración de Jay Gatsby y Daisy Buchanan. En la misma emerge la tensión del poder, tanto el que se esconde tras la historia del propio Gatsby como la de la sociedad que está justo a su frente y representa Daisy y su matrimonio ajustado a los cánones sociales. De algún modo esas tramas de poder son el espacio donde se entiende lo que el mundo hizo de ellos durante los cinco años que separaron a la pareja. La tensión entre el amor, la voluntad, la existencia material del tiempo y las condiciones sociales de existencia en un momento determinado de burbuja financiera en Wall Street, son los temas de la película.
El narrador, el joven Carraway – un insoportable Tobey Maguire -, es quien da cuenta del mundo que parecía ser y el que es. Los personajes secundarios son móviles para esquematizar relaciones sociales y condiciones materiales de existencia. Luhrmann simplifica estos roles, desdibuja los personajes, apela al trazo grueso de la pura exterioridad y pierde potencia con el casting. Es así que la película carece casi totalmente de sutileza y riqueza significante (con la excepción de la excelente escena del reencuentro de los amantes). Es por ello que la interesante construcción visual, el uso de la banda de sonora anacrónica, el exceso en el montaje y la sensación de irrealidad permanente, recursos más que interesantes en tanto modo de contar, no llegan a trascender más allá de los propios valores formales y reduce la elección estética a puro espectáculo.
Como espectáculo (en el sentido más vacuo del término) no defrauda. Con un personaje excluyente y atractivo, un ritmo narrativo sostenido y una riqueza visual y sonora indudable, El gran Gatsby es una película industrial en el más antiguo y más moderno sentido: responde de un modo perfecto a los designios del actual régimen del cine industrial. Ni más ni menos que eso.