Esplendor visual y calidad dramática
Con sólo cinco películas en su haber en una carrera que abarca dos décadas el australiano Baz Luhrmann se ha erigido en una suerte de gurú para la llamada generación Mtv. Después de visionar Baila conmigo (1992), Romeo + Julieta, de William Shakespeare (1996); Moulin Rouge!, Amor en Rojo (2001), su gran obra maestra, y la bella Australia (2008), sólo un anti Luhrmann podría poner en tela de juicio que detrás de las cámaras se encuentra un creador con un estilo definido en el que confluyen explosivamente las extravagancias personales, la osadía formal y el artificio extremo en una puesta en escena siempre creativa. El hombre es un esteta en búsqueda de la perfección y en su cruzada artística nunca ha demostrado tibieza para expresar su mundo interior. Para indignación de sus muchos detractores el realizador exuda tanta ambición como para meterse con absoluta desfachatez con clásicos “intocables” de la literatura y moldearlos a su particular estilo. Primero se ocupó de la obra inmortal de William Shakespeare y ahora no dudó en abordar un clásico de F. Scott Fitzgerald, El Gran Gatsby, en el que vuelve a aplicar su considerable imaginación para recrear la decadente década del 20 con suficiente lucidez para entregar una versión de innumerables atractivos audiovisuales sin tergiversar el sentido del libro, y consiguiendo de paso una poderosa actuación de Leonardo DiCaprio. Hace rato que el actor de Titanic está en su mejor momento pero la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood lo ignora sistemáticamente. Por su retrato del enigmático millonario Jay Gatsby quizás ya sea hora de que por fin se haga justicia y le entreguen un merecidísimo Oscar.
De toda su producción la novela El Gran Gatsby, publicada en 1925, fue para F. Scott Fitzgerald posiblemente una hija dilecta por lo que su fracaso comercial y escasa comprensión dentro del ámbito académico (en especial la crítica literaria) doblegó su espíritu hasta el día de su prematura muerte en 1940 por un ataque cardíaco. El Gran Gatsby condensaba el pensamiento de su autor sobre la sociedad estadounidense post Primera Guerra Mundial en una época donde el hedonismo desatado, la opulencia y el despilfarro material de sus congéneres contrastaban con una crisis de las convicciones morales. Esta vida licenciosa que Fitzgerald observaba durante los “años locos” en las grandes fiestas, y de las que formaba parte junto a su mujer Zelda, sufriría un revés fatal con la caída de la Bolsa de 1929 que le daría origen a la nefasta Gran Depresión del ’30. Este período pletórico de jazz y desbordante de energía positiva también se destacó por el papel que ocuparon las mujeres quienes dejaron su pasado de amas de casa sumisas para ser parte integral, en apariencia al menos, de una apertura social que las elevó al mismo nivel de los hombres. De toda esta lectura socioeconómica se nutre el libro de Fitzgerald, más interesado en captar el espíritu de una era antes que de contar una historia convencional como las que solía escribir para pagar las cuentas en las revistas Saturday Evening Post, Collier''s Magazine o Esquire. De todos modos y después de muchas reescrituras, El Gran Gatsby no desatiende los requerimientos lógicos de cualquier ficción. A lo sumo se maneja con un cierto minimalismo que la prosa elegante y florida del escritor convierte en un trabajo apasionante.
Muy lejanas han quedado las anteriores adaptaciones incluyendo la muy insípida de 1974 escrita por Francis Ford Coppola y dirigida por Jack Clayton. Luhrmann, después de lo hecho en la maravillosa Moulin Rouge!, era la persona más idónea para darle el marco y el tono adecuados al desenfreno epicúreo que se pone de manifiesto en las bacanales celebradas en la mansión de Gatsby en el barrio de los nuevos ricos West Egg. En un punto son varias las similitudes entre Moulin Rouge! y El Gran Gatsby surgidas de la concepción artística de Baz. Si hilamos fino veremos que hay personajes que se reflejan de una curiosa manera. El protagonista es un escritor depresivo que recuerda y de sus memorias recitadas en off se desarrolla un extenso flashback. Cada tanto la acción vuelve a ese presente tortuoso en el que Nick Carraway (un magnífico Tobey Maguire) no la está pasando nada bien. La identificación del pobretón de Nick con su acomodado amigo Gatsby podría esconder otro tipo de sentimiento pero no es el momento para analizar las motivaciones del personaje. Hay algo de comic en el villano Tom Buchanan fabulosamente caracterizado por Joel Edgerton. Es un rol que dialoga de forma directa con el Duque de Moulin Rouge!, otra lacra que conspira contra el amor verdadero. Las diferencias sociales cumplen vital importancia en ambos filmes: ni siquiera el dinero salva a Gatsby de ser discriminado por sus orígenes. Hasta ahora Luhrmann ha escogido como material para sus películas historias de amor truncas y naturalmente El Gran Gatsby no es una excepción. Con sutiles diferencias, y como suele sucederle a la mayoría de los directores, se trata de la misma historia contada una y otra vez. Ad infinitum.
El guión adaptado por Luhrmann con su habitual colaborador Craig Pearce respeta el ADN básico de la novela y lo complementa con la clase de detalles delirantes que le dieron un nombre en la industria. En la primera parte de un metraje algo excesivo, aunque en ningún momento aburrido, los recursos expresivos del cineasta se renuevan sin dar señales de agotamiento brindándole el colorido necesario a la abrumadora Long Island que tan ricamente describiera Fitzgerald. En la segunda parte la trama se concentra en el conflicto principal y crece dramáticamente a pasos agigantados gracias al compromiso emocional de los actores, todos perfectos en sus respectivos papeles. Para ese entonces quien no haya visto antes una obra de este peculiar creador ya debería haber incorporado su inconfundible estética sin correr el riesgo de que interfiera o haga ruido con las difíciles circunstancias que vivencian los personajes a partir del reencuentro entre Gatsby y Daisy (Carey Mulligan, quizás la menos lucida del elenco). Tampoco el contexto artificioso opaca el brillo del viejo melodrama perennemente redivivo en las manos expertas de una legión de colaboradores como el director de fotografía Simon Duggan, la diseñadora de arte y vestuarista Catherine Martin o el compositor Craig Armstrong, por mencionar sólo unos pocos, cuyo arte fue exprimido y cohesionado por la alquimia maestra de un Baz Luhrmann inmensamente talentoso. Si en lo eventual logra el milagro de evitar la repetición está llamado a dejar una huella importante en la cinematografía del siglo XXI.