El rayo verde
Siempre resultan seductoras las traiciones al original como la que perpetra Baz Luhrman. Para el director de Moulin Rouge el libro de Scott Fitzgerald es solo un barro con el cual formar otra obra suya, personal. El gran Gatsby es mucho más una película propia que una transposición (o, peor, que una “adaptación”): el director, para bien o mal, trabaja con materiales del cine y consigue un producto impensado para la literatura u otro lenguaje. Los problemas aparecen en la segunda parte, la que se ocupa especialmente de Gatsby; antes de su aparición, el relato es un frenesí de fiestas, alcohol y droga, un desborde puramente luhrmaniano que subyuga el ojo y lo atrapa con el barroquismo de los decorados, el vestuario, los objetos y, sin ir más lejos, con esa orgía permanente de cuerpos que, olvidados de su origen y su status, se dan cita repetidamente en las estancias dispuestas por un generoso anfitrión que juega a las escondidas. Hasta ahí, en medio de una marea de gente que se agita frenética con los ritmos de la época, el director consigue un calibrado dispositivo fílmico que, en cierta medida, está condenado al fracaso: ninguna película puede ser tan libre como para prolongar indefinidamente esa celebración pagana sin rendir tributo en algún momento a los mandamientos narrativos.
Cuando Gatsby se deja ver, gradualmente el ojo se desengancha: el guión opta por ahondar en los relieves de la psicología de los personajes, y la imagen, antes tan desaforada, tan viva, ahora pasa solo a complementar el drama de los enamorados. Los diálogos copan la banda de sonido y desbancan la música anacrónica y en constante desfase con que el director parecía decirnos en la cara, todo el tiempo, que esta era una película suya y que el origen literario le importaba poco; tan poco como pasar prácticamente por alto el retrato de los roaring twenties. La película ahora se reconcentra sobre Gatsby y su pasado enigmático; mejor, se dedica a indagar en el relato a medida acerca de ese pasado que el protagonista se confecciona y calza como otro de sus sacos elegantes, y la verdad se convierte en una mera intersección entre los hechos verídicos y las múltiples capas narrativas que despliega el enorme e inacabable Gatsby de Leonardo Di Caprio.
Para este punto, Luhrman ya no confía en el mundo diseñado en la primera mitad; un mundo evidentemente artificial que, como en Moulin Rouge o Australia (que también decaía mucho en su segunda parte), se ofrecía robusto menos por el trabajo del guión que por el del CGI. Justamente, cuando se vislumbra el final, el director se olvida de ese universo y sus personajes y los vuelve los signos de uno o dos grandes, insistentes significados, como el de la presencia de alguna clase de fuerza, de Dios invisible que mira a sus hijos descarriados desde un cartel de una óptica que contiene un par de ojos enmarcados por unos lentes. Lo mismo vale para la luz verde del faro, símbolo de alguna especie de claridad, de nitidez en la percepción de lo real que se revela solo muy de vez en cuando. Si había alguna clase de belleza en esos ojos y en la luz de ese faro, Luhrman la arruina cuando los subraya hasta el exceso; el centro ya no es Gatsby, espíritu esquivo de una época agitada, sino el sentido con el que el director, sorprendentemente, quiere explicar su mundo y reducirlo a apenas unas pocas ideas pretenciosas acerca de la vida, el pasado y el castigo. Sin embargo, ese simbolismo grueso no acaba nunca por eclipsar la titánica labor de Di Caprio que, pacientemente, película tras película y contra cualquier prejuicio de la crítica y el público, viene demostrando ser uno de los mejores actores de su generación y del cine de las últimas décadas. El Jay Gatsby de Lurhmann parece haber sido creado solo para el lucimiento sin fin del actor; el director sabe perfectamente que es un intérprete enorme como Di Caprio el que mantiene amalgamadas las varias caras de una película igualmente ambiciosa, y es por eso que, cuando la historia abandona los excesos y los bailes convulsionados y se posa especialmente cerca del trío protagónico, ese cambio de escala funciona solo por la presencia generosa e inacabable del actor.