El éxtasis de la decadencia americana
Con una puesta en escena de brillo, opulencia, desenfado, la versión del director australiano evoca el genio de Scott Fitzgerald. Pastiche y un 3D alucinado colorean una tristeza que será la protagonista de la clásica pintura de época.
Reprochar a este Gasby las maneras estéticas de su realizador --pastiche de estilos y épocas, fastuosidad de efectos, Scott Fitzgerald en 3D-, no hace más que decir, redundantemente, sobre maneras cinematográficas actuales, ya convencionales, contenidas en Romeo + Julieta, Moulin Rouge!, o Australia. En todo caso, mejor pensar qué es lo que tienen estos juegos ópticos para la fascinación actual, en donde el cine todavía sobrevive y lejos está de haber sido, solamente, arte del siglo XX.
En este sentido, la novela de Fitzgerald así como el cinematógrafo -artefacto, invento, medio artístico- son síntomas de un siglo ocurrido, pero también lugares desde el cual proseguir una reinvención sígnica, necesaria. Por eso, el cine continuará, por eso también novelas como El gran Gatsby: contenedora de toda una fuerza de época pretérita así como de reformulaciones imprevistas, que seguirán sucediendo. Por eso, también, nada de escándalo ante los artificios del cineasta. Porque el cine, como ningún otro medio, es expresión consumada, esencial, de ellos: truco, magia, ilusión.
Acorde con un collage cinematográfico sobrecargado, El gran Gatsby de Baz Luhrmann hará convivir a Edward Hopper, Cole Porter y Gershwin, con el hip hop de JayZ, en bailes frenéticos, de mixturas coreográficas, con una grafía escénica de estatuas de cera vivas, donde Cab Calloway reluce como silueta y una especie de Fantasma del Paraíso (aquella otra mixtura de desenfreno, pero de Brian De Palma) musicaliza como autómata de un Dr. Phibes ausente. El interrogante, la nopresencia, quién es y cómo es el legendario Gatsby, perturba a todos pero a nadie suficientemente importa: mejor la fiesta, la orgía, donde el dinero bulle y cae desde un cielo artificial de papelitos recortados, brillantes, de luces que rebotan, a la vez que inundan a espectadores embriagados de tanto 3D.
Ingresar a la mansión Gatsby como únicos invitados, cortesía también del bueno de Nick Carraway (Tobey Maguire), para ser testigos omniscientes de todo lo que un buen narrador ha de saber para, justamente, contar (acá los nombres que se quieran: Carraway, Fitzgerald o, claro, Luhrmann). Algo wellesiano está por allí dando vueltas: era el espectador también el que se adentraba en la habitación lúgubre, mortuoria, de ese otro misterio de nombre Charles Foster Kane, en El ciudadano (1941). Cuando el rostro se revele -luego del anillo, las manos, palabras, como si de una presa escurridiza se tratase-, habrán de pasar unos instantes para que el espectador no crea en lo que ve: en que no se trata del mismísimo Orson Welles, sino de su sombra que ríe, de una fugacidad que persiste sobre el rostro de Leonardo DiCaprio.
Si el Gatsby de DiCaprio es inasible, en tanto residuo de una imagen ya sucedida, que en vano busca materializar lo que no pudo ser, lo que ya no será; también entonces la belleza --que resplandece, que a veces casi desvaría- de Daisy Buchanan (Carey Mulligan): ella como el brillo de la luz esmeralda que Gatsby persigue, cuerpo para un sueño: encandilado por ella, haciendo todo por ella. Inventar, así, una historia de vida que le justifique, que le permita reencontrarla para suprimir el hiato, que haga caso omiso a lo sucedido, que suture dos porciones de tiempo en una. Fantasmas de un episodio ahora entretejido de recuerdos, que invariablemente caerá en la vorágine de los '30 y su depresión.
El dinero, la opulencia, las maneras --"fantasmas" también de cómo conseguirlo abundantemente, saturan el relato. También desde su ausencia, desde un río de carbón, de luz negada, de miseria, de ojos vigías, donde derrochar las ganas sexuales para mantener intactas las apariencias de la vida diurna. Llamadas telefónicas de "otros lugares", de "otros apellidos", aquejan a Gatsby desde la diligencia del mayordomo, en un equilibrio delicado que tensa en peligro el desarrollo de su historia planeada. Ella, sólo ella, para la definición de todo un mundo, de toda una vida, creada sólo para alcanzarla. Papel picado, dinero en el aire. La elección final no puede reprocharse, sino sólo entenderse en tanto equilibrio de mundo, cobertura a la que adherirse, ratificación del dinero y lo que estúpidamente --o no- significa.
En este sentido, entender también la ruptura rítmica de la película: del desenfreno a la quietud, de la algarabía de sonrisas y burbujas a una luz cada vez más apagada. Las máscaras caerán de a poco, hasta alcanzar el momento último, la entrega final, la tragedia que debe ser. Gatsby, por ello, como víctima que tiene que sacrificarse, que debe entregarse para que todo sobreviva. Chivo expiatorio para un sueño americano; el del selfmade man, el del pobre devenido rico, el del don nadie, el de la alcurnia inventada. El de los fantasmas, imaginarios y reales, unos como garantía de otros. Contenidos todos por la pluma del atribulado Carraway, narrador apesadumbrado, lleno de angustia. Quien habrá de guiar la atención del espectador hasta el momento último, esencial, casi pasible de ser tocado, agarrado, pero invariablemente resbaladizo, furtivo.
Lo mismo sucedía --otra vez- a Welles/Kane con su esferita de nieve artificial, mientras que a Carraway/Gatsby --de modo elocuente- lo que le llueven son letras, son palabras, o nieve en forma de artificio. El papel picado, el dinero volador, han quedado ya muy lejos. Gatsby se vuelve título del libro de Carraway, de la película de Luhrmann: última palabra pero también, por estructura de relato, la primera. Se cierra entonces el gran portal, el mismo a través del cual el espectador ingresara. Otra vez se ha contado una misma historia. Tanta es la grandeza de la novela de Francis Scott Fitsgerald.