La tristeza de los niños ricos
No puede sorprender el enfoque que el realizador australiano Baz Luhrmann le dio a esta clásica novela de F. Scott Fitzgerald que algo debe tener de interesante porque ya ha sido adaptada varias veces para la pantalla grande (la última, en 1974, con Robert Redford y Mia Farrow en el elenco). El director volvió a apostar por el despliegue visual, el desborde emocional, una lujosa ambientación y una puesta en escena casi operística. El resultado es deslumbrante, sobre todo en la primera mitad del extenso metraje; las fiestas que brinda el misterioso millonario Jay Gatsby en su fastuosa mansión están resueltas en la pantalla con alardes visuales, trucos fotográficos deslumbrantes y atrevidos planos obtenidos gracias a una imaginativa puesta de cámaras. La presentación de los personajes centrales es impactante, sobre todo por el cuidadoso tratamiento formal de cada una de esas escenas. Pero, como contraparte, tampoco sorprende que el nudo dramático de la trama termine expuesto con escaso nervio narrativo, ya que esta también es una constante en las películas de Luhrmann.
El resultado es un filme cuyos aspectos visuales y formales resultan espectaculares, pero que a la hora de atrapar al espectador con los elementos dramáticos del argumento resbala hacia una narración rutinaria con escasos efectos emocionales sobre la platea. El problema es que el director tenía material más que noble en sus manos como para concretar una gran película: la historia del amor con ribetes trágicos que le da sustento al argumento y un elenco sólido que entrega trabajos de muy buen nivel.
Leonardo DiCaprio tiene la oportunidad (y la aprovecha al máximo) para demostrar una vez más que es uno de los mejores actores de su generación; su interpretación del personaje central es impecable, con los tonos justos para transmitir las variaciones del carácter del enigmático millonario atrapado en un melancólico romance; Tobey Maguire encaja perfectamente en la contrapartida dramática, y les saca el jugo a las posibilidades de su rol de narrador de la historia.
Carey Mulligan tiene todo para encarnar a la atormentada Daisy, vértice involuntario de un triángulo amoroso y objeto casi pasivo de las pasiones desatadas a su alrededor. Sin embargo, su actuación resulta demasiado etérea, sobre todo en contraste con las potentes personalidades que la rodean; entre ellas, la de su rústico marido, correctamente interpretado por Joel Edgerton, o la de una de las amantes de este, bien transmitida por la composición de Isla Fisher.
Luhrmann no ha hecho muchos largometrajes en su carrera: desde su debut con "Strictly Ballroom" en 1992, concretó la bizarra recreación del drama inmortal de Shakespeare "Romeo + Julieta" (1996), la vistosa "Moulin Rouge" (2001) y la aburrida "Australia" (2008). Desde entonces, apenas una decena de cortometrajes hasta esta nueva superproducción, en la que confirma todas sus virtudes en la realización de proezas visuales, pero también sus debilidades a la hora de enfrentar una narración dramática.