Historias del mañana Es cierto que la idea de los saltos en el tiempo para tratar de corregir desde el pasado los hechos que llegan al presente no es novedosa en el cine (ni en la literatura), pero no lo es menos el hecho de que los argumentos que reconocen este punto de partida suelen ser muy interesantes. Es el caso de esta nueva entrega de la serie de películas sobre los mutantes, personajes creados por Marvel que nunca dejan de asombrar con sus impares talentos y que dan lugar a las aventuras más alocadas; pero, al mismo tiempo, debe reconocerse que el enfoque que se le ha dado al tema desde la mayoría de los filmes de la saga trasciende al mero entretenimiento. El planteo (sobre todo en las películas dirigidas por Bryan Singer) pone el acento en los problemas que aquejan a los diferentes, a aquellos que se apartan de las reglas impuestas por los “normales”, y las persecuciones y discriminaciones de las que suelen ser objeto. En esta oportunidad, el argumento se hace más complejo con la idea del viaje en el tiempo, y debe reconocerse en este punto uno de los más altos merecimientos del filme: el director logra una narración limpísima, sin confusión posible, y relata (en algunas oportunidades en simultáneo, como en la gran batalla final) las acciones que tienen lugar en 2023 y en 1973. Otro de los aciertos de la película es el de haber reunido a los personajes tradicionales de la serie (a cargo de Patrick Stewart o Ian McKellen, por ejemplo) con sus versiones juveniles (James McAvoy y Michael Fassbender, respectivamente), que tuvieron una exitosísima presentación en la anterior entrega (X Men: Primera Generación). Y, finalmente, el mérito descollante es el de haber logrado un entretenimiento de primer nivel (con una resolución visual admirable y escenas de acción hábilmente intercaladas con momentos de calma) mientras se deslizan ideas en la trama que pueden dar lugar a interesantes discusiones una vez que se encienden las luces de la sala. Los seguidores de esta serie de películas ya forman una especie de hermandad en todo el mundo (una prueba de ello es que nadie se mueve de la butaca hasta que terminan los títulos finales y se proyecta la breve escena que anticipa el próximo capítulo). El tema es saber si quien no vio las películas anteriores entiende completamente lo que ocurre en estas últimas entregas. La otra pregunta es: ¿hay alguien que no vio las películas anteriores?
Si Marlowe viviera... Un adinerado coleccionista de arte es asesinado y la investigación recae en el experimentado inspector Chávez, auxiliado por el novato agente Gómez. El avance de la pesquisa irá sufriendo inesperados giros que desconciertan a Chávez, a medida que se revela una trama de corrupción y de ilícitos. La directora y guionista Natalia Meta se planteó varios desafíos interesantes en su primer largometraje. Abordó un planteo que involucra a la policía, la Justicia, el tráfico de influencias entre los poderosos y el ambiente gay de la noche de Buenos Aires. Y puso en el centro de su relato las indecisiones que asaltan a uno de los protagonistas, que terminan por jaquear sus convicciones, su vida familiar y su propia identidad sexual. Uno de los principales logros tiene que ver con los aspectos visuales; la recreación del Buenos Aires de fines de los 80 es obsesivamente correcta, con una clara atención en la elección de los modelos de los automóviles, el vestuario, los peinados y las locaciones para el rodaje. La puesta en escena y los tiros de cámara revelan un cuidado especial, y todo está puesto al servicio del desenvolvimiento de la trama policial. Aquí es donde aparecen los tropiezos, porque quedan hilos sueltos en el esquema y porque los personajes no aparecen delineados de manera precisa. El elenco se desempeña satisfactoriamente, aunque Demián Bichir no siempre sale airoso en su lucha por disimular su acento mexicano y hablar en “porteño”. “Chino” Darín resuelve correctamente su personaje, quizá uno de los más ricos que propone el guión, y los veteranos Emilio Disi y Hugo Arana disimulan con oficio algunas obviedades de sus personajes. El filme se aparta de aquellos policiales negros en los que los protagonistas eran durísimos inspectores al estilo de Philip Marlowe (surgido de la imaginación de Raymond Chandler) o Sam Spade (creación del genial Dashiell Hammett), ambos encarnados en dramático blanco y negro por Humphrey Bogart. Por eso la directora elige el color, un ambiente brillante a plena luz del día (o profusamente iluminado por el neón ochentoso) y elude uno de los propósitos fundamentales del film noir: usar como pretexto la trama policial para disecar con fiereza a una sociedad decadente. Meta quiere realizar un filme prolijo, estéticamente atractivo y narrado con amenidad. A pesar de ciertas debilidades del guión, logra aceptablemente gran parte del objetivo.
Había una vez en Zubrowka Wes Anderson emplea poco más de una hora y media de proyección para contar un cuento con todas las de la ley. El director aplica sus mejores esfuerzos a la tarea de narrar y se apoya fundamentalmente en los aspectos formales para llegar de lleno a la sensibilidad del espectador. El dato no puede sorprender, ya que la filmografía del realizador mantiene una admirable coherencia en este sentido, sin embargo, la producción propone una (agradable) sorpresa en cada uno de los planos, diseñados con el máximo cuidado desde la puesta de cámaras y la paleta de colores. Las escenografías son perfectas y la cámara las explota hasta en el detalle más elemental; aún el aspecto de la pantalla (en muchas escenas, casi cuadrada, como en aquellas antiguas películas anteriores al CinemaScope) guarda coherencia con el sentido del relato, que salta hacia atrás en el tiempo a medida que avanza la descripción de los hechos. La acción se centra casi exclusivamente en el interior del Hotel Budapest que le da el título a la película. Ubicado en las montañas de la imaginaria Zubrowka, el impresionante edificio es el reino en el que impera el inefable M. Gustave, un conserje escapado de otras épocas. A este hotel se incorpora un joven botones, que será tomado como discípulo por el conserje y, décadas después, será quien revele el desarrollo de los acontecimientos a la ávida atención de un escritor. Los hechos ocurren en la entreguerra de la primera mitad del siglo pasado, en una Europa del Este que Anderson eligió como escenario para evocar toda una etapa del cine clásico, y se estructuran como una comedia negra con frecuentes remates humorísticos que atrapa decididamente la atención del espectador. Ralph Fiennes y el joven Tony Revolori tienen a su cargo los personajes centrales, y los resuelven con elegancia, sobriedad y una buena dosis de humor, a tono con el sentido general del filme. Alrededor de ellos aparece una impresionante galería de personajes a cargo de primerísimas figuras de la pantalla: cada uno de estos intérpretes se las arregla para explotar al máximo las originales aristas del personaje que le tocó, a pesar de lo breve que resultan algunas de estas participaciones estelares. Lo que queda claro es que todo está puesto al servicio de la narración que comanda sin vacilaciones Wes Anderson, quien imprime su personalísimo sello a cada una de las escenas que componen este cuento para adultos vertido con exquisito gusto en la pantalla.
Propiedad, poder, patrones y empleados Una casona enclavada en el interior tucumano es el centro de una explotación agropecuaria. Los cuidadores de la casa se apropian de ella cuando los dueños del lugar no la ocupan. La llegada de una de las hijas del patrón, que vive en Buenos Aires, cambia la rutina de todos los que habitan la propiedad. Los realizadores tucumanos Ezequiel Radusky y Agustín Toscano debutan en la pantalla grande con esta producción rodada íntegramente en su provincia de origen y residencia. La dupla tiene una sólida experiencia teatral que se revela claramente en el cuidado del aspecto actoral de la producción y en la elaborada puesta en escena del filme. Toscano y Radusky son también autores del guión, que nació como una experiencia teatral pero que pronto decantó hacia un proyecto cinematográfico. La propuesta muestra una contundente solidez conceptual, y está vertida en la pantalla con una pericia poco habitual en una opera prima. Los climas están inteligentemente construidos, apoyados en muy buenos trabajos actorales. La interpretación de Rosario Bléfari en el rol protagónico está basada en sutilezas que la cámara recoge con sensibilidad, y el resto del elenco (mayoritariamente integrado por actores tucumanos) está a la altura del desafío, sin puntos flojos. Es precisamente en la relación entre los integrantes de la familia de los propietarios de la explotación agropecuaria y los cuidadores del lugar que se establece un riquísimo contrapunto de miserias humanas, relatado desde la sutil formulación de una paradigmática lucha por el poder. El tratamiento visual es otro de los puntos altos de la producción: la puesta en cámara y el encuadre están al servicio de la construcción de los climas dramáticos, que no en pocas ocasiones se resuelven por la vía del humor. Afortunadamente, los directores no cayeron en ese frecuente error de los debutantes que consiste en enamorarse de todo el material producido en el rodaje: la edición es limpia y consistente, y es ella la que aporta los cimientos para el buen ritmo del relato. Las escenas se suceden con naturalidad y van conformando un crudo mosaico que retrata la decadencia de los integrantes de esta suerte de burguesía rural mientras las tensiones de todo tipo (incluido el sexual) contribuyen para sacar a la luz los secretos y las traiciones que entrecruzan responsabilidades entre empleadores y empleados. El filme, estructurado como un relato atrayente y ameno, termina por ofrecer una pintura más que interesante de las relaciones entre débiles y poderosos, en la que los realizadores se preocupan por mostrar las imprevisibles oscilaciones del fiel de la balanza entre ambos grupos (que no necesariamente se corresponden con la división en capas sociales). Todo esto, a partir de una narración pulcra que aprovecha sin exageraciones los particulares rasgos del color local.
La amenaza de los “distintos” En una sociedad dividida en castas, la adolescente Tris Prior descubre que no pertenece a ninguna de ellas. Más impactante resulta la revelación de que no es la única en esa condición. Deberá averiguar por qué los “divergentes”, considerados una amenaza para la paz, son perseguidos y exterminados. Hagamos de cuenta que no hemos visto “Los juegos del hambre”, “Crepúsculo” o “Academia de vampiros” (alguien debe haber en esa condición, aunque parezca poco probable). Tratemos de ver, entonces, esta propuesta de Neil Burger sin el bagaje de conocimientos previos (y/o de prejuicios) que introducen fatalmente las series de filmes o películas citadas. Nos sorprenderá la claridad y la firmeza de la narración que expone el director, los buenos climas que logra a lo largo del relato, la interesante pintura de un futuro con un diseño social dramático o los ambientes atractivos y visualmente bien resueltos en los que se desarrollan las escenas de acción, muchas de las cuales tienen lugar en la propia mente de los personajes. También son méritos de esta producción la fotografía y la iluminación (resulta clave en algunas secuencias) y la interesante recreación de una Chicago que se presenta como uno de los últimos reductos habitables dentro de un mundo devastado y en ruinas. Los problemas surgen al hilar fino sobre el guión y sobre el trazado de los personajes centrales. La descripción de una sociedad radicalmente dividida en clases o castas, y los inevitables tironeos por el poder real entre ellas da para mucho más que este entretenimiento liviano; y el análisis del papel que juegan los que no se adaptan a estos moldes inflexibles es, en sí, un tema de una gran riqueza, como quedó claro hace varias décadas en “Chip, el del ojo verde”, aquella genial novela de Ira Levin. Pero los productores no piensan en proponer tratados de sociología ni de política, sino en multiplicar dólares; no hay mayor cuidado en presentar a los personajes con trazo grueso o apelar a lugares comunes en la construcción del guión. Resulta revelador analizar las reacciones de la platea: el público, compuesto en general por una mayoría abrumadora de adolescentes de sexo femenino, reacciona puntualmente con gritos, suspiros y chillidos a cada uno de los estímulos que se les proponen, lo que demuestra que los guionistas saben perfectamente lo que hacen y que la mesa está servida para una nueva serie de filmes que van a calar hondo en el ánimo del público joven. Al menos, la buena factura técnica de este producto permite un par de horas de entretenimiento, aunque ya se haya dejado atrás la edad requerida para chillar cada vez que aparecen los protagonistas en la pantalla.
Se vienen los anticristos Una pareja de jóvenes recién casados pasa su luna de miel en la República Dominicana. La última noche viven una extraña experiencia y a poco de llegar de regreso a su hogar, la esposa descubre que está embarazada. Pero la gestación se desarrolla como un proceso dramático y su desenlace resultará terrorífico. El comienzo del filme muestra una cita del Evangelio en la que se advierte que una evidencia del fin de los tiempos será la llegada de los anticristos. Inmediatamente, el relato se articula desde la declaración en sede policial de un joven esposo que niega haber cometido un delito que no se especifica. Desde entonces y hasta los minutos finales, los directores vuelven atrás nueve meses en el tiempo para estructurar un atrayente relato a partir de lo que captan una serie de cámaras (la propia de los protagonistas o filmadoras de vigilancia); se muestra el casamiento y la luna de miel de una joven pareja, el regreso del viaje de bodas, el anuncio del embarazo de la esposa y todo el proceso de gestación, durante el que ocurren cosas más que extrañas, que llevan a la pareja a un desenlace siniestro. Resulta más que obvio que en las entrañas de la joven crece nada menos que un retoño del propio Satanás. Esta situación remite fatalmente a uno de los grandes títulos de este género en la historia del cine: “El bebé de Rosemary” (Roman Polanski, 1968). Por supuesto que la comparación con aquel clásico deja en desventaja a esta realización, pero debe reconocerse que la eficaz dosificación de la tensión a lo largo del relato y el buen gusto que revelan los directores al descartar los tradicionales golpes bajos en este tipo de realizaciones suman preciosos puntos al filme. Otro aporte (que tampoco resulta original a esta altura de los acontecimientos) es el uso de cámaras que comparten la escena con los protagonistas. Este recurso le suma dramatismo a las escenas y ayuda a que el espectador se involucre de manera más cercana con los personajes centrales. Como puede apreciarse, ni el núcleo dramático del filme ni su tratamiento visual aportan mayores novedades; sin embargo, la consistencia del relato, la buena administración de recursos nada espectaculares y la prolijidad a la hora de exponer la historia redondean un más que aceptable entretenimiento dentro de las convenciones que imponen este tipo de realizaciones. El final de la película, con una breve escena que remite a la cita bíblica del comienzo, cierra el relato y cumple con uno de los preceptos del género, que es el de no permitir que el espectador se vaya del todo tranquilo del cine una vez que se encienden las luces de la sala.
muerte en las nubes En un vuelo entre Nueva York y Londres, un policía de seguridad aérea comienza a recibir mensajes de texto que le advierten que morirá un pasajero cada 20 minutos a menos que se deposite una suma millonaria en una cuenta bancaria. El agente deberá descubrir quién amenaza a las 200 personas que viajan a bordo. La reconocida escritora británica Agatha Christie, maestra del género policial, situó una de sus novelas (“Muerte en las nubes”, 1935) en el estrecho ámbito de la cabina de un avión en vuelo. El infalible detective Hercules Poirot, casualmente a bordo de la nave, era el encargado de descubrir al responsable de la muerte de uno de los pasajeros, en un interesante ejercicio del razonamiento y de la deducción. Aunque muchas de las deslumbrantes conclusiones del calvo investigador imaginado por Agatha Christie hayan sido reemplazadas por peleas cuerpo a cuerpo o por vistosos efectos especiales, algo de ese desafío narrativo puede encontrarse en este filme del catalán Jaume Collet-Serra, protagonizado por el siempre eficaz Liam Neeson. En efecto, casi la totalidad del metraje del filme tiene lugar en un vuelo sin escalas entre Nueva York y Londres, durante el cual el oficial de seguridad que encarna Neeson (alcohólico, conflictuado, desengañado por la vida) tiene que descubrir al autor de una serie de mensajes de texto que llegan a su teléfono celular y que adelantan que ocurrirá una muerte cada 20 minutos entre los pasajeros a menos que una enorme suma de dinero sea depositada en una cuenta bancaria. Entre los principales logros de la película de Collet-Serra se cuentan una narración dinámica y precisa, elemento fundamental para desarrollar una trama de a ratos compleja, pero siempre clara para el espectador; actuaciones correctas, sobre todo las del protagonista y la de una muy aplomada Julianne Moore; un buen balance entre escenas de calma tensa con momentos de acción, adecuadamente resueltos a pesar del escaso espacio que ofrece el interior de un avión comercial; y, finalmente, un inteligente planteo en el que el espectador nunca está seguro de quién es quién dentro de la aeronave. Pero como contrapeso a estas virtudes aparecen ciertas exageraciones y segmentos poco creíbles del guión, sobre todo a medida que se aproxima el desenlace. Con todo, este ejercicio del suspenso deliberadamente confinado a un espacio acotado se apoya en buenos climas narrativos y en una edición dinámica pero no vertiginosa para ofrecer un muy correcto entretenimiento a lo largo de más de una hora y media de proyección, a pesar de que el remate de algunas situaciones se torne previsible.
Un cuento que nos contaron muchas veces Jack Ryan es un analista de política económica que se alista en el ejército norteamericano después del 11/S. Herido en Afganistán, vuelve a su país donde es reclutado por la CIA para investigar movimientos económicos del terrorismo. Ryan debe viajar a Rusia para desbaratar un golpe contra el dólar. Vuelve Jack Ryan, el personaje concebido por el novelista Tom Clancy en sus exitosas novelas que ya inspiró varios títulos de la pantalla grande. Lo hace en la piel del joven Chris Pine, para mostrar cómo este analista de economía internacional termina siendo uno de los agentes más eficientes de la CIA. Hay que entender que los productores no querían otra cosa que un buen pretexto para construir una serie de situaciones tensas, con mayor o menor grado de suspenso, que terminen generando persecuciones vistosas y tiroteos o peleas a puño limpio para el lucimiento de los protagonistas. El problema es que esas situaciones son generalmente muy poco creíbles, pero como todo está subordinado a las necesidades del desarrollo de la trama, es preciso que los espectadores se avengan a aceptar todo lo que va pasando en la pantalla sin cuestionar nada; de hacerlo, todo el andamiaje narrativo entraría en crisis. Se podrá argumentar que lo mismo ocurre, por ejemplo, en las películas de James Bond o de Jason Bourne, y es cierto. Pero esos mismos filmes pueden servir para demostrar cómo se hace para atrapar al público y seducirlo de manera tal que hasta los mayores absurdos que se presentan en la pantalla puedan ser tomados con naturalidad por la platea. No es el caso de lo que ocurre en este filme, en el que todo lo que sucede se va ordenando perfectamente para que (a pesar de algunos sofocones) el protagonista se salga con la suya. Poco puede importar entonces que, por ejemplo, su novia (una médica que viaja a Rusia porque cree que su enamorado tiene una aventura sentimental) se convierta en pocos minutos en una experimentada Mata Hari. O que los sofisticados sistemas de seguridad del archivillano que interpreta Branagh (uno de los pocos que se toma las cosas con cierto humor) puedan ser vulnerados casi sin esfuerzo por los agentes norteamericanos. La película puede divertir (y de hecho, de a ratos lo logra) si se hace el esfuerzo de aceptar sin cuestionamientos lo que se ve en la pantalla. Pero el principal problema es que en demasiados momentos de la proyección, el espectador siente que a esta película ya la vio, y que le están contando un cuento que conoce demasiado, sin nuevos ingredientes que justifiquen el esfuerzo y los millones invertidos.
Nuevas aventuras del que volvió de la muerte La criatura a la que el doctor Frankenstein dio vida hace más de dos siglos sobrevive luego de vengarse del autor de su existencia y se encuentra involucrado en un presente oscuro y violento, y en la lucha sin cuartel que se libra diariamente entre gárgolas y demonios por el control de la humanidad. La historia original escrita hace ya dos siglos por Mary Shelley ha sido revisada por el cine en varias oportunidades con abordajes totalmente distintos. Desde la clásica personificación de Boris Karloff, pasando por la desopilante versión de Mel Brooks en la que Peter Boyle encarnaba al monstruo, hasta el entrañable homenaje que Tim Burton plasmó en “Frankenweenie”, la historia de la criatura armada con partes de cadáveres y vuelta a la vida (¿con o sin alma?) ha frecuentado la pantalla grande con suerte dispar. Este intento de los productores de la serie de “Inframundo”, tomando como idea central la novela gráfica de Kevin Grevioux, no alcanza para reinventar un argumento ya demasiado conocido. Los guionistas resumen rápidamente los hechos básicos de la novela original en los primeros minutos de la narración; a continuación sitúan a la criatura en el presente, donde se libra una batalla descomunal entre dos ejércitos de seres fantásticos. Por distintos motivos, ambos bandos quieren al monstruo con vida, pero nadie tiene en cuenta las tribulaciones que lo desvelan. Tampoco parecen demasiado preocupados por la línea interior del personaje los guionistas, dedicados casi exclusivamente a imaginar situaciones en las que Adam (así se llama la criatura en esta versión) tenga campo propicio para aniquilar rivales en medio de peleas resueltas mediante elaboradas coreografías. Como suele ocurrir en este tipo de filmes, la concepción visual es extraordinaria; los escenarios virtuales resultan sorprendentes, y los efectos especiales se ven espectaculares, sobre todo en el sistema tridimensional de proyección. Entonces, todo se limita a deslumbrar al espectador con alardes visuales, sin mayores contemplaciones con la estructura de los personajes ni con el desarrollo dramático de la trama. Adam (interpretado sin matices por ese buen actor que es Aaron Eckhart) está muy lejos de aquel patético ser despechado por el rechazo que producía entre los seres humanos, según las páginas escritas por Shelley, y se parece más a un superhéroe de cómic. El cambio permite una hora y media de acción y violencia, pero desprecia las aristas más interesantes del clásico personaje. Con todo, entretiene y divierte, sobre todo a los miles de seguidores de este tipo de filmes.
Despedida de soltero categoría senior Cuatro amigos de la infancia, con mucha historia en común, están ya pisando los 70 años y viven realidades distintas aunque con lógicos puntos de coincidencia. Deciden encontrarse en Las Vegas para concretar la despedida de soltero de uno de ellos, que está a punto de casarse con una joven de poco más de 30 años. Suele definirse el “ángel” como ese imponderable que hace que un actor o una actriz subyugue a los espectadores desde el escenario o la pantalla, sin mayores explicaciones racionales. Suele relacionárselo con el carisma o la simpatía, y tiene mucho que ver con estas características, pero el “ángel” es menos explicable y tangible y, por lo tanto, absolutamente misterioso. Es precisamente sobre esta mágica condición que adorna a los cuatro protagonistas (habría que poner en primer término a Morgan Freeman y añadir a Mary Steenburgen) que se asienta esta comedia; de otro modo, el guión más que previsible y muchas de las situaciones que se plantean no resultarían siquiera soportables. Esta historia de los cuatro amigos de la infancia (la presentación sobre viejas fotos en blanco y negro durante los títulos anuncia que el filme no va a aportar mayores novedades al género) que deciden darse un fin de semana de parranda en Las Vegas para celebrar la boda de uno de ellos ya se ha visto demasiadas veces en la pantalla, con abordajes más o menos desenfrenados. En esta oportunidad se la propone desde el punto de vista de la tercera edad, pero resulta excesivo (y conspira contra la eficacia humorística del relato) el repiqueteo de las situaciones alrededor de la senectud de los personajes. Es cierto que algunos chistes verbales dan en el blanco, pero también lo es que, una vez planteado el esquema argumental, no se detectan mayores originalidades y todo se resuelve dentro de lo que ya se ha visto y oído demasiadas veces. Y también queda claro que no habrá ningún desvío por fuera de lo aceptado como válido por los convencionalismos morales. La comedia está pensada para proponer poco más de una hora y media de diversión liviana, sin planteos perturbadores ni excesos que ofendan a nadie. Dentro de esos carriles, el filme cumple con los objetivos, y no es poca cosa. Pero deja en el espectador la sensación de que disponía de un elenco de “pesos pesados” que, de haber tenido entre manos un material dramático más consistente, hubiera podido entregar algo más que un entretenimiento aceptable.