Bienvenidos al mundo espectacular de Baz Luhrmann, el hombre que logró unir con armonía la licuadora pop con la cámara cinematográfica en films como Moulin Rouge! - Amor en rojo o la poco apreciada Australia. Luhrmann es otro de los realizadores que creen en el poder del espectáculo para amplificar lo humano y volverlo más comprensible. Sin embargo, hay algo que no funciona bien en su versión de la obra maestra de Scott Fitzgerald. El Gran Gatsby no carece de ironía pero no abunda en humor: serle fiel a su sentimiento trágico, a su mirada desencantada sobre el mito americano del self-made man implica necesariamente enjuagarle al artificio estadoundense todos sus colores. Luhrmann hace exactamente lo contrario, empeñado en encontrar una verdad sustancial detrás del oropel. La apuesta es arriesgada y, en última instancia, dado que tiene a un extraordinario Leonardo Di Caprio dando vida a la increíble creación del escritor (un auténtico mito del siglo XX), y dado también que el realizador sabe cómo construir una escena barroca a partir del 3D y el modernismo del siglo XX, logra un empate sólido. Pero ha cometido el error fundamental de ceder a su propio talento y creer que Carey Mulligan podía ser Daisy. En la fragilidad total de esa imagen demasiado etérea naufraga la potencia romántica del relato: la actriz se confunde con el decorado en lugar de troquelarse como objeto de deseo. El vértigo, de todos modos, es tan contagioso como el ritmo musical.