El uso del artificio por el artificio mismo
En ese libro esencial de la cinefilia que sigue siendo Arcadia todas las noches, Guillermo Cabrera Infante decía que el gran director Vincente Minnelli “parece sentir una atracción vertiginosa por los parties, por esas reuniones maníaco-depresivas que ha inventado la ciudad como un antídoto ineficaz contra la soledad y el tedio. En todas sus cintas, como una rúbrica neurótica, aparece un party obsesivo, recurrente”. Si no fuera porque el australiano Baz Luhrmann no tiene la estatura cinematográfica de Minnelli, algo similar podría decirse de sus películas, que sin ser estrictamente comedias musicales (como muchas de las del autor de Gigi) casi lo parecen, ya sea su controvertida Romeo y Julieta (1996) o la extravagante Moulin Rouge (2001), dos films marcados tanto por la música como por el color y el exceso. Por eso no es de extrañar que el clímax, el momento más alto y también más representativo (para bien y para mal) de El gran Gatsby, su discutible versión del clásico de Francis Scott Fitzgerald, sea el que corresponde al tercer capítulo de la novela, esa fiesta colosal, plena de jazz, de sonido y de furia, en la que por fin se materializa la figura hasta entonces elusiva del protagonista, Jay Gatsby.
Que “la historia jazzística del mundo”, como se la describe en la novela, sea en la película un extraño, abrumador conglomerado de Gershwin con hip hop y Beyoncé (productora musical de la película, junto al rapero Jay Z) es consecuente con la estética toda del film de Luhrmann. Se podrá decir de todo sobre su nueva extravagancia –y, en su mayoría, no necesariamente elogios–, pero si algo hay que reconocerle al director australiano es que ha sido fiel a sí mismo, antes incluso que a Scott Fitzgerald. Esos brutales anacronismos musicales y ese romanticismo desbordado, adolescente, declaradamente cursi, que ya estaban en Romeo y Julieta y Moulin Rouge reaparecen sin rubor ni vergüenza alguna en esta versión de un tótem de la literatura estadounidense.
Es verdad que mucho de la novela de Scott Fitzgerald estaba concebido bajo el signo del exceso, de la visión admirada y extremadamente subjetiva que el narrador Nick Carraway tenía no sólo de Gatsby, sino también del amor incondicional de Gatsby por esa flor triste llamada Daisy. Un amor (“un sueño” lo llama Fitzgerald) que hace que toda la enorme fortuna y el inmenso poder que ha sabido acumular ese hombre sea única y exclusivamente para volver a conquistar el corazón de Daisy, su incandescente pasión de juventud, ahora casada con un prepotente millonario que no sólo la engaña descaradamente, sino también la ignora, como si fuera una más de sus muchas posesiones.
Pero si la novela de Fitzgerald iba acumulando todos esos elementos para finalmente construir un poético canto a la melancolía, una suerte de oda a la irreversibilidad del tiempo –el tiempo que Gatsby y Daisy dejaron escapar y que ya nunca podrán recuperar–, el film de Luhrmann, a pesar de seguir por momentos trabajosa, literalmente el texto, nunca deja en cambio de distraerse con los elementos exteriores no sólo de la novela, sino también del film mismo. Es como si para Luhrmann fuera más importante la dispendiosa escenografía, el lujoso vestuario, todo el extenuante diseño de producción concebido por su esposa y colaboradora habitual, Catherine Martin, que el tema central desarrollado por Fitzgerald. El injustificado uso del 3D y de imágenes generadas por computadora (CGI) no hace sino reforzar la idea del artificio por el artificio mismo, en desmedro de la historia que se cuenta.
El casting es tan irregular como la película misma. Así como no parece haber hoy en Hollywood un actor más justo para encarnar a Jay Gatsby que Leonardo DiCaprio, no sólo por su presencia física, sino también por su personalidad y su carácter, la Daisy de Carey Mulligan en cambio no podría resultar más sosa, más desvaída, tan fuera de época como la película toda. Algo similar sucede con Tobey Maguire como Nick Carraway, ese testigo involuntario de una pasión condenada que el actor de Spider Man parece observar con la torpe perplejidad de alguien que ha caído por error en la fiesta equivocada.