Vencedor vencido
Creo poder afirmar sin demasiado temor a equivocarme que el pobre Baz Luhrmann es un director bastante incomprendido por buena parte de la crítica, que sólo lo ve como un cineasta de diseño, incluso cuando lo elogia. Un ejemplo categórico de esto es la crítica (¿califica a esta altura como crítica esos textos que parecen escritos en pantuflas?) de Diego Battle de El gran Gatsby, titulada Que fantástica esta fiesta… (¿qué demonios habrá querido decir con esto?), donde elogia a Luhrmann porque “hace lo que se le antoja” -hay muchos directores que hacen lo que se les antoja, lo cual no implica nada bueno de movida, y sino fíjense en Michael Bay- y describe a la película como “una propuesta algo hueca y superficial, pero también un objeto pop hecho con maestría y, por lo tanto, fascinante en varios aspectos”. Incluso cuando se centra en las tensiones entre la novela y el film, por si Luhrmann respeta o no el material original, sus preocupaciones pasan por el uso de la banda sonora o las sobreimpresiones de fragmentos del libro en la pantalla. Es decir, siempre se queda con los aspectos técnicos, con lo audiovisual, como si no hubiera narración, creación de personajes o conflictos.
Battle olvida o no sabe o no entiende (lo mismo que muchos críticos en el resto del país y el mundo, aunque es difícil que escriban con tanta pereza como él) que Luhrmann es ante todo un romántico de campeonato, un cineasta que construye una estética del exceso a partir de su interés por las grandes historias, por los amores extremos y puros, por los géneros como fuentes de universos donde la épica es la norma. La razón por la que traslada a la contemporaneidad mafiosa a Romeo y Julieta, relee el auge bohemio de fines del Siglo XIX con fuentes musicales de finales del Siglo XX en Moulin Rouge! o combina los géneros bélico, western y romántico en un homenaje a su país en Australia no es porque haga “lo que se le antoja”, sino por razones bastante precisas, lejos del mero capricho: el director se identifica plenamente con las inagotables energías de los protagonistas de esos relatos y piensa permanentemente el contacto entre sus épocas y la actualidad, exaltando el artificio y apelando al pastiche, pero sin descuidar la sensibilidad a la hora de presentarle mundos palpables al espectador. Su gigantismo estético-narrativo vehiculizado en temas simples lo emparenta un poco con James Cameron, aunque este sea más clásico en su puesta en escena.
No me hubiera extrañado que Luhrmann situara El gran Gatsby en la actualidad, en una operación similar a la de Romeo + Julieta, aunque finalmente elige seguir el mismo procedimiento que en Moulin Rouge!, reflexionando sobre las concepciones de la Gran Novela Americana en la década del veinte desde la contemporaneidad. Lo que le interesa igual sobre todo es la mirada idealizada sobre la vida y el amor por parte de Jay Gatsby, a quien Leonardo DiCaprio interpreta retomando numerosos aspectos del Howard Hughes de El aviador: un ser que se va erigiendo como puro misterio, casi como un absoluto, aunque a medida que avanza la historia se va revelando como alguien tan frágil como abarcativo en sus ambiciones. Ese personaje, una permanente contradicción, sirve como soporte para construir otros estereotipos: Daisy Buchanan, la esposa trofeo que (se) cuestiona su posición pero no puede salir de ella; Nick, el optimista que finalmente termina totalmente desengañado; Tom Buchanan, el millonario cínico pero también convencido de la supuesta superioridad de su clase; Jordan Baker, la mujer que sobreactúa su liberalidad, sin hacerse cargo realmente de nada; Myrtle Wilson, la típica amante hueca; o George Wilson, el característico trabajador pobre y torpe que es usado por los demás.
Luhrman no abandona esos estereotipos, no los elude, sino todo lo contrario, y ese acto de esquematismo es lo que le permite que los personajes vayan creciendo en espesor a medida que avanza la historia. Al mismo tiempo, el 3D posee una función espacial pero también expresiva, porque delata en todo momento el juego de apariencias desempeñado por Gatsby y los que lo rodean. El film entonces progresa en base a saludables paradojas: sus protagonistas, pura superficie, exhiben grietas profundas; el universo falso muestra distintas dimensiones.
Y lo que se impone es un cuento enorme, cargado de luces, colores y sonido, sobre un hombre y sus sueños imposibles. Luhrmann, que tiene mucho de Gatsby, busca también llevar a cabo un film imposible, repleto de referencias culturales y personajes a los que les otorga cargas simbólicas que no terminan de sostener, porque sus virtudes estéticas-narrativas como realizador no le alcanzan para salir de determinados esquemas. Con El gran Gatsby continúa persiguiendo la Gran Historia, aunque sus pretensiones no están a la altura de sus logros. Se podría decir, con justa razón, que con las intenciones no basta, que lo importante son los resultados conseguidos. Pero hay que reconocer que Luhrmann sí consigue algo particular: que sus objetivos, aunque no se cumplan, sirvan de inspiración al público y se transformen por sí solos en logros. Como Gatsby, triunfador a su modo a pesar de estar destinado a perder, Luhrmann hace de la derrota una victoria.