Un grupo de enmascarados realiza golpes rápidos, eficientes, precisos, robando bancos, y también asesinando a alguna persona. Se podría pensar que es otra de las tantas película de asaltantes de la factoría hollywoodense que se ven todos los años, pero en este caso todo lo que ocurre tiene un por qué.
El director Steven C. Miller nos cuenta la historia de unos asaltantes que roban bancos, pero no cualquier banco, sólo los que son de Jeffrey Hubert (Bruce Willis), el propietario de casi 3.000 sucursales, donde lo importante no son los millones de dólares que logran llevarse de allí, sino la trama oculta y compleja que se esconde bajo la fachada de un hecho delictivo que llama la atención pública e incluso la del periodísmo.
Desarrollado en Cincinnati, casi siempre bajo la lluvia, el film sigue los pasos del agente especial Montgomery (Christopher Meloni), y en menor medida de su ayudante Wells (Adrian Grenier), quien está obsesionado por descubrir el caso.
El trasfondo de la venganza está latente, hay una gran cadena de traiciones y muchos personajes que tienen sus conflictos personales. Cada uno de ellos tiene algo que esconder y no puede confiar en nadie. El pasado los condena y los martiriza.
El intricado relato tiene un gran ritmo, una gran producción, con la tecnología al servicio de la historia. Pero hay que estar muy atento para entender y saber qué es lo que pasa.
A medida que avanza la narración todo se vuelve más confuso, las víctimas son victimarios, o viceversa, el perfil de los personajes es de manual, todo está modelado para que funcione como un mecanismo, no hay espacio para nada más.
Hay tantos sobreentendidos y caos narrativo, que desconcierta al espectador porque ya no se sabe quién está del lado de los buenos o del lado de los malos, aunque, tal vez, sólo haya un único bando.