La burbuja de Wes Anderson
En El gran hotel Budapest, el director vuelve a crear un mundo hecho para soñar, en el que los singulares personajes de su imaginación viven historias tan increíbles como los decorados en los que se mueven.
Todo el cine de Wes Anderson puede compararse con esas burbujas de plástico transparente, que contienen una casita o un castillo en su interior. El encanto del objeto no se reduce a simular nieve si uno lo agita, sino a la capacidad, inversamente proporcional a sus dimensiones, de alojar los sueños de un mundo alternativo.
En El Gran hotel Budapest, Anderson lleva al extremo esa fantasía de miniaturista que trata de proteger su obsesiva realidad paralela bajo varias capas superpuestas de tiempo y espacio. Son como cajas dentro de cajas: un escritor nos cuenta un cuento que le ha contado un anciano llamado Zero Mustafá hace mucho tiempo y que básicamente consiste en cómo un botones huérfano y extranjero llegó a ser el dueño de un hotel de primera categoría.
Ese artilugio narrativo le permite al director norteamericano inventar un improbable país centroeuropeo y ubicar la acción principal en 1932, justo cuando el estilo art decó –aquí monstruosamente combinado con el gusto renano por los cuernos de venado y los perros San Bernardo– estaba degradándose en una estética pequeñoburguesa y fascista.
El hotel es el escenario ideal para la mente arquitectónica y naif de Anderson: la distribución simétrica de las puertas, escaleras y ascensores parece potenciada por la atmósfera de realidad suspendida de un lugar destinado al ocio y al descanso de aristócratas de doble y triple apellidos. Y en ese hotel preciso de Europa Central, el Gran Budapest, reina Gustave H, el mayordomo principal, amante de ancianas nobles y último representante del buen gusto y los buenos modales de la humanidad.
Justamente como si alguien estuviera agitando la burbuja transparente, no sólo nieva buena parte del tiempo en los paisajes de la película sino que todo se mueve a la velocidad de una comedia de enredos acelerada. Se declara una guerra, hay asesinatos, persecuciones, el robo de un cuadro famoso, viajes en tren, en esquí y en funiculares. También hay amor, amistad y venganzas.
Pero cada uno de esos componentes tiene la santinada materialidad de un cuento infantil en el que importan menos las palabras que las ilustraciones. Es la maravilla, la magia, la consistencia de espejismo de ese universo imaginario lo que se impone, no la trama, ni los destinos de los personajes (todas caricaturas, desde los más melancólicos a los más perversos).
El mundo de Anderson está hecho para soñar, no para vivir y, como dice el mismo Zero Mustafá al final, ese mundo ya está muerto hace mucho tiempo, pero esta película hace lo imposible para que no desaparezca.