Los cuentos de Anderson
Wes Anderson parece vivir dentro de una caja de música. Eso lo sabemos desde hace rato, más o menos desde que decidió convertir la melancolía en estilo y la geometría en aspiración máxima, desvarío o mera ilusión. ¿Qué es lo que dice este dandy, este hombre fuera de época desde el interior de la caja? Que a lo mejor, la desesperanza solo puede paliarse parcialmente simulando una suficiencia que no se posee, esbozando frente al mundo una sonrisa en la que no se cree del todo. Algo así como el eco de una potencia lejana, el resplandor de una estrella distante, muerta y enterrada hace rato, como si todavía gozara de la fuerza necesaria para guiarnos entre los restos de un paisaje destrozado y lleno de peligros. Acaso una porción importante del encanto distinguido de las películas de Anderson parte de la añoranza por el brillo vital y alguna forma de bienestar y de plenitud pertenecientes una época que jamás ha existido. Pero no se trata solo de eso. El Gran Hotel Budapest tiene como protagonistas a Gustave H (Ralph Fiennes), un estrafalario seductor de mujeres mayores, a las que insiste en cortejar con la mayor dedicación para poder eventualmente heredar, y a su lugarteniente, un chico sin patria, exiliado de una Europa convulsionada de entreguerras, llamado Zero (Tony Revolori). La pareja trae a la mente con mucha más fuerza y decisión a aquella que conformaban Tenenbaum y su servidor indio en Los Excéntricos Tenenbaum. Allí se contaba la historia de una familia y de una ciudad hundidas en la decadencia, a la que los colores apagados, sutilmente fuera del tiempo, prestaban la apariencia de una resistencia señorial, a la vez que se encargaban de señalar el aspecto fatalmente cómico del esfuerzo empleado en vano para rescatar del pozo algo que ya no existe más. Aquí el que cuenta la historia es el botones Zero, que asiste deslumbrado a todo ese espectáculo ciertamente decadentista surgido del Hotel Budapest donde trabaja, y en el que el galán estafador oficia de estravagante conserje. Como ocurre siempre con el cine de Anderson, la película es un poco chillona, desbordante de torsiones, de manierismo, de veloces trucos de prestidigitador, de rasgos sacados de un manual triste de perdedores a una escala casi imposible. También una vez más, la película se muestra rematadamente autoconsciente y con una autoridad a la hora de disponer todos los elementos con los que juega que puede por cierto resultar apabullante. Lo curioso es que hay de todos modos algo conmovedor que recorre la filmografía de este director esteta y que se ve de nuevo aquí, como una marca de fábrica de Anderson: se trata de una suerte de acuerdo entre las formas rígidas que parecen guiar sus encuadres y la vibración insospechada –es decir, poética– que surge en algunos planos y respira amablemente a centímetros del espectador. Como por ejemplo, cuando Zero le cuenta a Gustave acerca de la chica de la que está enamorado, y vemos entonces un insert del rostro de ella sobre un fondo que estalla súbitamente de colores psicodélicos. Ese plano de la cara de la chica probablemente no dure más de dos segundos, pero resume en forma brillante la capacidad del director para ofrecer lo que se podría llamar una emotividad no consensuada, una especie de burbuja, que aparece de repente y aparentemente sin que venga a cuento, para deshacerse delante de nuestros ojos antes de que podamos atraparla y endulzarnos lo suficiente con ella. Como todo cineasta que no pretende ser un narrador consumado, Anderson está más preocupado por los detalles mínimos de sus películas, puesto que su universo no cobra vida verdadera a partir de la hilación completa entre escena y escena sino de lo que anida en el fondo de cada una de ellas, esa cosa irrepetible que se ajusta a la lógica simétrica que une plano y figura, pero que habita en realidad en el medio como un fantasma, destinado siempre a surgir de repente, con el compromiso de romper la frialdad del conjunto mediante sutiles cuotas de emoción y de verdad inesperadas. En el fondo, con su cuento cómico de pícaros perdidos en el centro de una civilización arrasada que espera todavía el último golpe de barbarie –en la película son más o menos claras las alusiones al ascenso del nazismo–, El Gran Hotel Budapest funciona por momentos como una suerte de oda a los pequeños gestos majestuosos ( el de Gustave, por ejemplo, que echa de menos su colonia preferida cuando acaba de escapar sucio y harapiento de la cárcel), aquellos capaces de sostener la esperanza de que en el medio del desastre se puede salvar aunque sea la ilusión de una vida mejor. Anderson se ha transformado en algo así como un experto en encontrar cosas inhallables que se vuelven imprescindibles cuando las tenemos de pronto delante nuestro, restos que su personajes se ven obligados a velar porque en ello les va la dignidad y a menudo la vida. Si escarbamos un poco detrás del aspecto severo de las simetrías de sus planos y de la planificación maniática de la mayoría de las escenas que componen sus películas, veríamos tal vez el mecanismo de esos objetos viejos y olvidados como cajitas de música, el corazón secreto que late detrás de la máquina. Anderson solo parece esperar que podamos oír esa música leve y un poco tristona, puesto que el cine se inventó, quizá, para tomar nota de aquello que ha desaparecido o está a punto de hacerlo.