La eterna pasión por contar historias
El director texano recupera cierta frescura perdida, en una de esas comedias melancólicas que son su marca registrada. Gozosamente narrada en tres tiempos, incluye además un elenco monumental, en el que ninguno de los nombres célebres aparece porque sí.
El crítico estadounidense Kent Jones escribió alguna vez que “Wes Anderson es, en pocas palabras, la presencia más original en la comedia americana desde Preston Sturges”. Difícil estar en desacuerdo con la idea, más allá del particular juicio de valor que se pueda tener de tal o cual película en particular. Podría agregarse que Anderson es el autor de las comedias más tristes y melancólicas de las últimas dos décadas. El gran hotel Budapest no es la excepción a esta regla, pero el octavo largometraje de este texano cosmopolita (al menos sus películas lo son, y con creces) viene a traer varias novedades y a recuperar una frescura que parecía perdida en las últimas Moonrise Kingdom y Viaje a Darjeeling, films que más de un seguidor de su cine había consignado como algo cansinas, agotadas en su énfasis en el estilo. Budapest es abierta y extrovertida, cercana en esencia a una definición extravagante del cine de aventuras. Es también más humana y emocionante. Al mismo tiempo, es la quintaesencia de Wes Anderson, como lo eran Los excéntricos Tenenbaum y Tres son multitud (Rushmore).
Aquí también la fascinación por los marcos narrativos hace que la historia central sea narrada a lo largo de varios capítulos, demarcados por separadores que hacen las veces de secciones de un libro. En realidad, el relato del hotel Budapest, su particular concierge y su joven asistente es narrada por este último décadas más tarde a un escritor (interpretado por Jude Law), quien muchos años después publicará esas memorias en forma de novela. Texto que, finalmente, será leído por una jovencita en la actualidad. No se trata tanto de cajas chinas como del eterno placer de contar historias, de la leyenda que se imprime y se reproduce generación tras generación. Para delimitar esos diferentes tiempos narrativos, Anderson hace uso de un recurso tan sencillo como efectivo (y muy cinéfilo): esos años ‘60 que marcan la decadencia final del lujoso hotel centroeuropeo, con sus ocres desteñidos y pasillos y salas vacías, se presentan en alargado formato panorámico, mientras que el núcleo de la historia, a mediados de los años ‘30, hace gala del clásico y casi cuadrado ratio de 1.37.
Pero, ¿cuál es finalmente la historia que se cuenta y se vuelve a contar? Esencialmente la de M. Gustave (Ralph Fiennes, en uno de sus grandes papeles), conserje del hotel en cuestión y un obsesivo no sólo de los detalles en el trabajo sino de la elegancia personal, un auténtico dandy y un playboy especializado en damas de la tercera edad. Es también la historia de Zero (Tony Revolori), joven inmigrante que se transforma en el nuevo botones del establecimiento y, en algún momento del recorrido, en protégé de Gustave (aunque, en más de un sentido, la relación termina siendo la de un padre y un hijo putativos). La muerte de una anciana millonaria y el robo de un cuadro alejan a los protagonistas del trajín cotidiano del hotel. A partir de ese momento, El gran hotel Budapest se transforma en la más impensada de las películas de aventuras, incluyendo el escape de una prisión, persecuciones en la nieve y un tiroteo de grandes proporciones. Claro que barnizada con varias capas de ironía, que siempre (y esa es una de las marcas registradas del cine de Anderson) le escapan al cinismo como si fuera una de las más terribles de las pestes.
Hay héroes, entonces, en El gran hotel Budapest, y también villanos, un clan familiar que no le hace asco a los métodos más violentos para lograr sus objetivos. También una logia de conserjes de alcance internacional. Y un contexto de guerra inminente que remite a la Europa de los años ‘30 y a la puesta en marcha del imperialismo nazi (la historia del film transcurre en un país imaginario llamado Zubrowka). Hay asimismo una enorme cantidad de personajes secundarios y un reparto de más una docena de actores famosos, aunque la película le escapa al mal del “cameo estelar” de manera magistral. En otras palabras, las breves apariciones de Mathieu Amalric, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Bill Murray o Edward Norton (y siguen las firmas) nunca se sienten impostadas, los personajes poseen peso y gravitas y tienen todo el derecho de estar ahí donde están. Como ocurre en casi todo el cine del realizador, Budapest ofrece pocas risas y carcajadas. A cambio, la posibilidad de una ligera y permanente sonrisa. El disfrute de un cuento infantil para adultos, una comedia excéntrica y alocada, el retrato melancólico de un pasado idealizado, el relato de una iniciación, una gesta burlesca pero no por eso menos heroica. O todo eso junto.