Joven y alocado.
Cuando parecía haberse ahogado en su obsesivo estilo, pensado hasta el más milimétrico detalle, Wes Anderson resurge con una película que quizás sea la más fresca desde sus inicios. Las puertas del Hotel Budapest se abren y con ellas el cine de Anderson, un narrador apasionado, que cuenta su historia mediante capítulos, con un singular manejo del tiempo que comprueba una y otra vez su destreza para construir personajes de todo tipo.
Lo que hace Anderson es dejar en claro su pasión por las historias: el arte de narrarlas, tanto de forma oral como escrita, para luego ser leídas y así sucesivamente de generación en generación. Resulta mágico ver hacia el final cómo la historia central, que fue narrada por Zero a un escritor, años después de haber sucedido, luego fue escrita para sea leída en la actualidad por una joven. El marco de la historia del obsesivo conserje Gustave lo aporta un Hotel Budapest ya despojado de sus colores chillones y su frescura; ahora -décadas después de su auge- se imponen los colores tonales y dorados, apagados y desgastados, dando el toque melancólico, de añoranza de aquella época de gloria, aventuras y juventud. El formato también acompaña el cambio: la acción que sucede en los años de plenitud del hotel está en el primer formato de la historia del cine, el 4:3; para luego y con el cambio temporal, pasar a uno más apaisado. La obsesión de Anderson por el aspecto formal, a pesar de ser absolutamente autoconsciente y más extrema que nunca, no resulta cansina o hermética en ningún momento sino todo lo contrario. Esa simetría con la que juega en cada encuadre, los colores que explotan -rojo, violeta y amarillo en un mismo plano, naranjas, rosas, amarillos y celestes pastel-, el juego con las dimensiones de los espacios, el artificio constante -desde el mismo hotel al bigote pintado de Zero- convierten a El Gran Hotel Budapest en una gran casa de muñecas como si estuviésemos ante El Terror de las Chicas, de Jerry Lewis.