Un divertimento fascinante
La esencia del cine de Wes Anderson (1969, Houston, EEUU), lo que lo hace disfrutable para los cinéfilos, es que exprime como pocos las posibilidades del cine, resolviendo todo con barridos y travellings laterales, tomas con zoom, planos compuestos con minuciosidad, acontecimientos que se intuyen o adivinan fuera de campo, personajes corriendo hacia el fondo del cuadro, simetrías y artificios varios. Sus universos se aproximan a la compleja estructura del cine de Tati (aunque con más palabras) con un soplo felliniano, buscando especialmente la complicidad de espectadores jóvenes e interesados en cierto humor capcioso al que suele recurrir el llamado cine independiente (en los últimos tiempos han aparecido varios videos en la web ironizando sobre su estilo). Dudosamente gane alguna vez un Oscar o una Palma de Oro, ya que sus obras no exhiben aires de importancia: pareciera que en Anderson la diversión, el gag, el guiño, importan más que cualquier otra cosa. Precisamente, suele objetársele un preciosismo que gira un poco en el vacío, proponiendo más la contemplación que el compromiso afectivo.
Contra esos reparos, o la sospecha de que su nuevo film sería más de lo mismo, El Gran Hotel Budapest ofrece tres ligeras novedades.
Por un lado, aunque la historia se ramifica en subtramas y va por distintas épocas (dividida en cuatro capítulos), es mucho más firme que la de films anteriores como Viaje a Darjeeling (2007). Las idas y vueltas en el tiempo y la sucesiva aparición de una verdadera galería de extravagantes secundarios no impiden que se siga con interés el trayecto de los personajes principales: el botones de un majestuoso hotel y un conserje frívolo y astuto que lo adopta casi como a un hijo (Ralph Fiennes), involucrándolo en una sucesión de acontecimientos. Contribuye al entusiasmo el hecho de que quienes asumen esos roles son intérpretes conocidos (Tilda Swinton, Bill Murray, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Edward Norton, Adrian Brody, Owen Wilson y otros, que van apareciendo casi sorpresivamente), con la excepción del casi debutante y expresivo Tony Revolori como Zero, el botones adolescente.
Por otra parte, Anderson deja más clara que en ocasiones anteriores su intención de explorar el género de la comedia. Algunos gags y chistes verbales son mejores que otros, pero el ánimo festivo se percibe más directamente que cuando seguía de cerca a los excéntricos Tenenbaum o a Steve Zissou y su melancólica banda. El buen humor de El Gran Hotel Budapest, además, se combina con el espíritu del cine de aventuras, ya que Monsieur Gustave (Fiennes) y su discípulo sortean a lo largo de su vida en común peligros diversos, huyendo de la policía o del odioso hijo de una anciana dama que reclama posesiones heredadas.
Finalmente: en medio de las piezas prolijamente encastradas asoma, esta vez, algo de emoción, sobre todo en un desenlace que –retomando situaciones mostradas al comienzo– deja cierta sensación de nostalgia por tiempos idos.
Lo bueno es que el espectador llega a ese final satisfecho de haber atravesado una experiencia estética nutrida de sutilezas, menos aniñada que Un reino bajo la luna (2012) y notablemente superior, en varios aspectos, a los productos formateados que suelen provenir de Hollywood. Con el sostén de un admirable trabajo conjunto de dirección de arte, fotografía, música y vestuario, desde ámbitos monumentales (hoteles, museos) y exteriores que parecen cuadros de un libro ilustrado (picos nevados cruzados por teleféricos, callejuelas tenuemente iluminadas) hasta menudencias como muebles o pasteles, todo en El Gran Hotel Budapest está dispuesto para sorprender, para gustar. Como cuando el bueno de Zero invita a su enamorada Ágatha (Saoirse Ronan) a subir al caballo de una calesita como si se tratara de una carroza imperial, del mismo modo Anderson nos propone entrar en su juego y dejarnos llevar por el placer de la ilusión.