Pocos directores podrán decir que poseen un estilo tan propio como el de Wes Anderson. Un estilo capáz de ubicar a sus personajes en un mundo particular, que mezcla lo real con lo imaginario, y en donde todas sus películas parecen desarrollarse alejadas de la cotidianeidad.
En El Gran Hotel Budapest, Anderson pareciera haber encontrado en los textos de Stefan Sweig que le sirvieron de inspiración, un camino para llevarnos a un tour por ese mundo amplio del que anteriormente nos dio muestras específicas.
Rodeado de un elenco multitudinario y reconocible para realizar participaciones especiales, comenzamos con una historia dentro de otra historia, como una suerte de muñeca rusa. De las páginas de un libro, pasamos a un escritor (Jude Law) que llegá al mítico hotel Gran Budapest para conocer a su dueño, el Sr. Moustafa (F. Murray Abraham) que le contará la historia de cómo llegó a alzarse con la titularidad del hotel; un lugar de ensueño, exquisito, en el que el resto del mundo pareciese perderse.
Así saltamos a un Zero Moustafa joven (Tony Revolori) recién empleado en la conserjería del hotel que quedará bajo el aprendizaje de Gustave H (Ralph Fiennes) conserje alma de ese hotel europeo. El hombre se gana el corazón de todas las huéspedes, y de ese carisma arrollador saca todo tipo de ventajas.
Estamos entre las dos Guerra Mundiales, tiempos de una paz endeble y regidos por una fuerte presencia militar. Una de las ancianas huéspedes frecuentes (Tilda Swinton haciendo gala de maquillaje protático y talento interpretativo) fallece intempestivamente, y deja como legado a Gustave un cuadro renacentista de precio incalculable. Claro, los familiares de la mujer no estarán muy conformes con la decisión, lo cual llevará a una trama de robos y venganzas, espionaje, aventuras y aprendizaje de vida alrededor de todo el continente, en el cual la situación histórica no será irrelevante.
Al igual que sucede con los films de Woody Allen, hablar de un film de es Anderson ya parece garantía de hablar de amontonamiento de estrellas. Así, pasarán delante de la pantalla, además de los mencionados, Adrien Brody, Willem Dafoe, Mathieu Almaric, Saoirse Ronan (que se repone de esa ingrata experiencia que fue La Huésped), Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Edward Norton, Bill Murray, Jasón Schwartzman, y la voz de Tom Wilkinson como narrador. Todos abrazan el ridículo carisma que les propone el director y logran momentos brillantes, pese a que algunos contarán con pocos minutos y hasta deberán ser buscados con lupa para ser localizados.
El director está a sus anchas con la posibilidad de mostrar el pintoresquismo del hotel, y contrastarlo con la extravagancia oscura de los exteriores europeos. Los escenarios parecen salidos de un cuento de hadas, de la irrealidad mejor representada, y este quizás sea el punto más alto del film. Para esto, la presencia en la dirección de fotografía de Robert D. Yeoman, el mismo de toda la filmografía de Anderson, resultará fundamental.
El guión tiene momentos desopilantes, de locura total, y otros en donde la historia decae en ciertas simplezas. No estamos ante un film perfecto, tampoco el mejor trabajo de su director, pero sí uno muy personal, hasta sería justo llamarlo único en su especie.
Dinámico, divertido, disparatado, como un libro troquelado, así es El Gran Budapest, sin dudarlo, una alegría de cartelera.