El gran hotel Budapest

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

El misterio de los años invisibles.

“¿Lo ves? Hay atisbos de decencia en este matadero que solíamos llamar humanidad, y lo que tratamos de ofrecer en nuestra sencilla, humilde y digna… oh, a la mierda”.

Con ese pequeño discurso incompleto, Wes Anderson resume todo lo que será El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014). Aún siendo un portador de un timing envidiable, el texano llega a su octavo largometraje con el mismo semi-clasicismo artesanal, en el punto medio entre lo irónico y lo honesto, que lo popularizó. Habiéndose vuelto uno de los directores más divisivos de la hiperbólica era 2.0 (traten de encontrar a algún cinéfilo que no lo ame o odie), el punto definitorio de la filmografía del realizador de Rushmore, Los Excéntricos Tenenbaum y El Fantástico Sr. Zorro parece, para la mayoría, su estilo de peculiaridad obsesiva. Pero, sin dudas, lo que queda en claro con su última obra es que su imprenta no es un truco sino más bien un punto de partida para establecer cada vez más desafiantes relatos sobre días perdidos y familias improvisadas.

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Iniciando su homenaje a la mítica era dorada (sea la de los enredos hollywoodenses o las de tiempos de simple ignorancia), Anderson nos lleva a un típico barrio de Europa Oriental, donde una chica visita el cementerio local para rendir respeto a un autor fallecido (Tom Wilkinson) y leer su obra. Ahora, saltamos del presente a 1985, donde el mismo escritor cuenta como se topó con la historia. Y en cuestión de minutos, un par de cosas más cambian: primero que nada, viajamos a 1968, donde el novelista (joven e interpretado por Jude Law) se hospeda en un resort dilapidado y cruza caminos con su enigmático dueño, Zero Moustafa (F. Murray Abraham); pero lo que capta la vista es como el viaje a través de los años cambia la relación de aspecto de un común 1.85:1 al widescreen de 2.35:1. El ingenioso enmarcado nostálgico de las líneas de tiempo continúa cuando Moustafa accede a darle sus memorias, lo que hace que en instantes nos encontremos en 1932, donde la pantalla cobra las dimensiones de un antiguo film de la Academia (1.37:1).

En menos de quince minutos, la película retrocede una y otra vez a lo largo de 72 años, pero la gracia en su presentación es tanta que sólo puede ser rivalizada por la de su protagonista, el mentor del joven Zero (ahora, Tony Revolori), el conserje Gustave H. (Ralph Fiennes). Dandy y capitán, suelto bon vivant y meticuloso líder, oportunista sinvergüenza y leal camarada, el personaje rebota en el celuloide con puro carisma, ajustado como reloj a la demanda cómica de Wes. Claro que tiene gran material en cuestión de líneas como la que adorna el inicio de este texto, pero donde sorprende Fiennes (ya acostumbrado a que lo llamen para hacer de villano diabólico) es en la extrema calidez y melancolía que le otorga a un hombre sin pasado ni futuro, una persona que sólo vive en la apariencia que presenta ante sus clientes pasajeros.

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De todas formas, su drama es una textura que sostiene un amplio lienzo, que relata los días de gloria del hotel manejado por él cuando toma a Moustafa como protegido (formando, como en tantas otras producciones de Anderson, una imprevista relación de padre e hijo), mientras ajusta la estructura del edificio y gana dinero extra al acostarse con ancianas. Una de las señoras es Madame D. (Tilda Swinton, abrumada en maquillaje de la tercera edad), mujer de renombre que de la nada es asesinada, y que le hereda a Gustave una millonaria pintura. Por supuesto, eso no le agrada a la familia de la difunta, particularmente, al maquiavélico hijo mayor (Adrien Brody) y su matón (un aterrador Willem Dafoe), quienes ingenian un plan para sacárselo de encima y quedarse con la obra.

Esa es la base para que Gustave y Zero salgan en una aventura fuera de lo habitual, que toca desde fugas de prisión, persecuciones a toda velocidad en las montañas y tiroteos masivos hasta una sociedad secreta de conserjes y delicatessen armado. Todo es cotidiano en el mundo de Anderson, que muestra una mano suelta pero conocedora en la emoción de las escenas de acción. Tiene sentido, después de todo: él conoce tanto sus mundos (incluso la ficcional nación de Zabrowska, hogar de la narrativa), que el hecho de que flote en su baile a través de la arquitectura del hotel o del mapa no sorprende. Pero aún así, algunos momentos son impresionantes, como un pasaje en clave de thriller con Dafoe y un delegado en la piel de Jeff Goldblum, donde la mezcla de una distorsión de la cinematografía pastel, el diseño detallista de producción y un inquietante ritmo de Alexandre Desplat (en una banda sonora clásica, y una de sus mejores) hace que un museo se convierta en una hipnótica pesadilla.

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En este amor por las estructuras del ayer, Anderson revela sus intenciones. Sí, hay villanos en este film, pero el verdadero terror es aquel que se asoma al borde de los cuadros. Todo tiempo tiene un fin, y el que camina hacia el hotel Budapest es el fascismo. Aunque en sus últimos minutos el director tropieza al agregar un broche arbitrario e innecesario al mensaje de su obra (y que además busca un golpe que no impacta tanto como, digamos, el final de la superior Un Reino Bajo La Luna), la imagen de un lugar o un tiempo que es irrecuperable basta para decir todo. Gracias a un ojo que sigue tan intacto como el primer día y un inmenso elenco (que, mostrando el poder actual del director y guionista, también incluye roles secundarios de Saoirse Ronan, Mathieu Amalric, Harvey Keitel, Bill Murray, Edward Norton, Léa Seydoux, Jason Schwartzman, Owen Wilson y Bob Balaban), El Gran Hotel Budapest es una imagen intacta de una época que, si bien no ocurrió, no podría sentirse más real en su pérdida. Tarde o temprano, sólo nos quedan las historias, que a veces duran más que un condenado montón de cemento.