El juego del artificio autoral.
La palabra artificio suele ser utilizada para una referencia negativa en el cine, especialmente sobre aquellas películas que exponen esta cualidad como una virtud y, peor aún, aquellas que se muestran virtuosas y abrumadoras para los ojos. Wes Anderson es un cineasta del artificio virtuoso, un autor capaz de reunir elementos vintage, retro y kitsch sin caer en un pastiche estilístico, y a la vez aunar un conjunto de intertextualidades sutiles pero cinéfilas en un humor desatado. En El Gran Hotel Budapest, además de este juego estético, hay un juego con las historias dentro de las historias, una suerte de mecanismo de mamushkas narrativas que comienza a mediados de los años ochenta para retrotraerse a fines de los sesenta y saltar finalmente a los años treinta, en una Europa de entreguerras.
El hotel del título está ubicado en la ficticia República de Zabrowka, regenteado por el conserje Gustave (Ralph Fiennes), quien tiene a un nuevo lobby boy, un joven inmigrante que al poco tiempo se convierte en su discípulo, en un ladero leal y compañero de aventuras. Una sociedad que no resulta nueva en el cine de Anderson, recordar los ejemplos de Los Excéntricos Tenenbaums, Vida Acuática y -su mejor film a la fecha- El Fantástico Sr. Zorro. Si bien gran parte de la historia reposa sobre la dinámica de este lugar, el volante narrativo gira para transitar otras tierras: la del crimen, la del subgénero “fuga de cárceles”, el drama bélico y algunos destellos de la comedia más tierna y sensible a la que nos tiene acostumbrado este autor. Gustave y Zero (así se llama el joven ayudante) son los personajes principales, aunque por todo el derrotero de su travesía para reencausar el equilibrio inicial se cruzan con diferentes especies del zoológico andersoniano; cuyo momento álgido será el del llamado de auxilio a los demás conserjes de hoteles europeos, liderados por Bill Murray (entre los que se encuentra el genial Bob Balaban).