Habitaciones que cuentan historias
Un coro de voces y personajes se entrelazan en el exótico hotel Budapest. Morada de fantasmas, recuerdos felices y sinsabores. Correrías de un Ralph Fiennes brillante. Otra muestra del cine personal y fabulesco de Wes Anderson.
Sumergirse en el hotel Budapest es varias posibilidades a la vez. Reservar habitación allí es elegir una melancolía exótica, localizada en algún relato brumoso, de esos que solían ser compañía de infancia. Su nombre resulta tan irresistible como increíble, así como la mención sola de Casablanca. ¿Dónde está este hotel?
Está y no está. Al este de Europa, en un país imaginario, donde tienen morada sus habitaciones añejas, ya vacías, con sólo algunos inquilinos fieles, perseverantes en el recuerdo que sus paredes guardan. Entre las cuales supo haber, hace un tiempo, alguien cuyo nombre parece esconder varios secretos: M. Gustave, el conserje.
Para llegar a él, antes y como corresponde, "érase una vez". Un cementerio conserva un busto etiquetado de llaves que cuelgan, cada una, en busca de la misma cerradura. La llave que inicia la historia, la primera página del libro abierto, revive al escritor. La voz alterna y el narrador aparece, para llevar a quien lee a su recuerdo de hotel. Pero, antes que narrar, dice él, mejor es escuchar.
La historia dentro de la historia, así, aparece sola. Por mera, e invencible, intuición. El viaje en el tiempo, con el escritor ahora esbelto, es posible; hacia él, por fin, converge el relato. De boca de quien se dice es el dueño de este hotel decaído. La cena opípara como instancia placentera. A escuchar, por fin, cuál es el misterio de M. Gustave.
El cine de Wes Anderson ha construido un mundo personal, al que revisitar resulta inevitable. De alguna manera, algo así como una tríada se ha constituido entre Viaje a Darjeeling, Un reino bajo la luna y El gran hotel Budapest. La fuga hacia mundos que son variaciones de uno solo, cada vez más extenso, imaginario, en el mejor sentido de esta bendita palabra. Escapismo que no renuncia a su lugar de referencia. Un viaje alterado, sonámbulo, pletórico de seriedad infantil, de cariz siempre crítico.
Mucho se habla de la simetría en (todos) los encuadres del cine de Anderson. Antes debiera pensarse en su puesta en escena, en que tal entendimiento del plano deviene de su comprensión del cine, de carácter preeminente. El mundo organizado, equilibrado, de Anderson marca un límite difuso ante el humor. Tal es su cine, propenso a incomodar ante su mezcla de slapstick, casi, incongruente. Si todo está tan equilibrado, ¿cómo es posible que los personajes hagan y digan de formas tan ridículas? En este sentido, nada está librado a azar alguno. Todo es consecuencia de la observación cinematográfica del realizador. Como si fuese un libro de imágenes troqueladas, el film de Anderson no esconde el uso de ilustraciones o de animaciones para su recreación.
En esencia, El gran hotel Budapest es la historia entre Gustave (Ralph Fiennes) y Zero, el botones (Tony Revolori). Entre ellos se comunica el afecto de un legado, la experiencia de una vida. Hay encuentros y desencuentros, hasta que llegan los momentos de sinceridad, del porqué de la soledad familiar de Zero. Ahora bien, nada de lamentaciones sórdidas o momentos musicales funestos, sino cine marca Anderson. Lo extraordinario es que la emoción surge, intacta.
Tanto como lo supone la corrida repentina, atildada, de Gustave ante el arresto policial. O la mirada pícara entre ambos para hacerse con la pintura millonaria. Porque hay un robo, o algo así; pero mejor, mirar la película. También con cárcel y fuga de reclusos. Un cúmulo de situaciones que remedan géneros cinematográficos como ecos que devienen plastilina multicolor en la mano hábil de realizador. En este recorrido alucinado "de historias dentro de historias, décadas transitorias, paisajes cambiantes" se suceden personajes variados, que son hallazgos porque ocultan, hábilmente, los nombres famosos que les interpretan. Todos, menos Ralph Fiennes (brillante, notable), con un maquillaje preciso, que los extraña, que les aleja de la marquesina de publicidad que les dice ser estrellas de cine. Otra vez, bienvenida, la manipulación precisa del cine de Anderson.
Entre ellos, entre ellas, Tilda Swinton es quien mejor expone -porque esconde- el nudo del film. Rostro agrietado de años, con el temor de un final planeado, le comunica a Gustave sus sospechas para luego, en plano y contraplano "simétricos", decirse "te amo". Lejos de suponer que Gustave sea un cínico, que se beneficia de los placeres de estas damas entradas en años, el dolor le persigue. A partir de allí, la herencia anunciada, el robo sucedido, las persecuciones inevitables. Entre ellas, un tren comunica lugares y reitera momentos horribles: la guerra aletea como buitre, pero cualquiera sea la situación, nunca dudará Gustave en defender a su querido Zero.
Sea por el afecto, pero también porque en él continúa la razón de una sociedad secreta, de "llaves cruzadas", que honran un legado y mantienen un rasgo de civilidad aún en momentos tan oscuros. Civilidad que no es simple, que habrá de cuestionarse a sí misma, que se sabrá equivocada allí donde se supone mejor, de cara a un botones. Por eso, cuando la situación ya no pueda tener sostén sensible, cuando algo así como nazis decidan ocupar las instalaciones del hotel -Saló, de Pasolini, asoma como marca-, el conserje no podrá menos que reaccionar como debe, de cara a un futuro que debe quedar en manos de Zero.
Él, justamente, es el narrador último porque también es el primero. O, mejor aún, la voz de Zero es la conjunción de las distintas voces, una polifonía que reconstruye, entre capas y capaz, un mismo relato.
¿Dónde queda el hotel Budapest? Mejor será dejar de preguntarse, y animarse a visitar sus habitaciones de sueños viejos, para hurgar en busca de algún posible relato. En alguna de sus tramas, seguramente el que escuche quede enredado. Lo que hará que la historia vuelva a suceder mientras el hotel, como luz que titila, continúe su albergue renovado.