Las últimas películas de Wes Anderson –el nombre detrás de “Los excéntricos Tenenbaum”– eran “menos de lo mismo”. El estilo (esos planos fijos, simétricos y coloridos, como teatrales; el tono entre lo trágico y lo ridículo que provocaban al mismo tiempo emoción y sonrisa) era el mismo, pero había perdido algo de mella.
En “El gran hotel Budapest”, el director vuelve a todo su arsenal pero se concentra –por fin y como corresponde– más en los personajes y en el humor que en el diseño. Si había degenerado en un director palermitano (de Palermo Soho), por fin ha vuelto a Hollywood. Este es el cuento agridulce (pero cómico) de un conserje de hotel (un genial Ralph Fiennes) y un joven que se ven envueltos, en el lugar del título y entre ambas guerras mundiales, en una serie de aventuras.
El mérito del film (más allá de un elenco muy impresionante por su calidad) reside en que estas aventuras e intrigas muy imaginativas tienen tanto peso como la relación entre los personajes. Y es un film muy bello, además, pero de una belleza para nada accesoria ni decorativa. Anderson vuelve a utilizar la precisión de la puesta en escena para transmitir emociones que parecían olvidadas. Un film como las viejas y queridas novelas juveniles, que encuentra en el pasado la posibilidad del cine moderno. El realizador, ya no una joven promesa del cine sino una realidad adulta, muestra aquí un dominio esencial para cualquier cineasta que se precie de tal: el dominio del tiempo.