Wes Anderson encarna, desde hace décadas y junto con apenas un puñado de directores, la definición de lo que es ser "autor" dentro de Hollywood. De su primer film (Bottle Rocket) a esta parte, su estilo no ha ido cambiando sino más bien perfeccionándose. Eso, claro, es lo que a menudo no comprenden sus detractores, quienes suelen acusarlo de repetitivo y exageradamente estilizado. Es cierto, lo es, y el mismo Anderson lo reconoce "...siento que se me critica por anteponer el estilo a la caracterización de los personajes, pero toda decisión estética que tomo es para hacer que esos personajes justamente resalten" (Fuente: IMDB).
El Gran Hotel Budapest no es tan sólo una muestra más del exacerbado manierismo del autor (eso pudo haberlo sido su anterior película, igualmente disfrutable, Moonrise Kingdom) sino además una de las piezas más interesantes y completas de su filmografía entera. Apenas detrás de Rushmore, Los Excéntricos Tenembaum y La Vida Acuática, ...Budapest es una vuelta al estilo más desquiciado y coral, pero también una comedia/aventura que se puede disfrutar sin la necesidad de ser un árduo conocedor o fanático del realizador.
La historia tiene una triple (se podría argumentar cuádruple) narración: primero, a través de Tom Wilkinson (el autor de un libro que contará la historia del Gran Hotel), después a través de Jude Law (su versión más joven) quien dialoga con el dueño del Hotel, verdadero narrador, y después a través de su protagonista, Ralph Fiennes, estrella del relato. La cuarta narración (aún sin voz en on/off) podría ser la de una pequeña lectora que descubre la historia en el libro, pero nos quedaremos mayormente con las otras tres para no confundirnos demasiado. Éste y otros tipos de rebusques laberínticos pueden ser extraños y confusos, pero cumplen un interesante rol estilístico: quienes presten atención a la pantalla grande notarán cómo el formato cambia a medida que el relato fluctúa entre una y otra voz; el pasado es proporción 1:37 (formato académico, de cine clásico), mientras que el presente es pantalla ancha (1.85 y en algunas ocasiones, 2:35). Más allá del estilismo, el recurso no es tan sólo un capricho: la historia cuenta, después de todo, una trama casi olvidada que tenía lugar en un mundo ahora extinto, que no para de mutar y cambiar las reglas del juego. El cine se adapta al cambio y los nuevos tiempos, mientras el hotel y sus personajes lentamente van fundiendo a negro.
Es en éste mismo hotel del título donde se desarrolla la mayor parte de la película y donde se teje una trama macabra -aunque sin abandonar jamás el tono irónico y de comedia, por momentos muy negra. Es justamente en esos momentos, de hecho, donde la narración parece haberse escapado de una novela de Agatha Christie: la millonario dueña de varias propiedades y una valiosa obra pictórica fallece y deja una parte de su riqueza al conserje del Gran Hotel Budapest, nuestro héroe de la historia (Ralph Fiennes), quien junto con su recién llegado botones (bell-boy, en inglés) interpretado con ternura por Tony Revolori, deberá luchar contra la familia de la difunta, que hará lo imposible por retener la mayor cantidad de bienes. De aquí surgen enriedos, traiciones, asesinatos, mentiras y compañerismo, y todos estos actos y emociones se suceden frente a la pantalla siempre con un dejo de absurdo existencial: el protagonista recita poesía en un estado constante de inspiración, pero cada tanto abandona la práctica arrepintiéndose y arrojando un "Awwh, fuck it!". A veces, en el ridículo y comportándose como niños, éstos seres resultan más reales que los héroes perfectos de Hollywood.
El Gran Hotel Budapest es, también, la película más ambiciosa en cuanto a escala de producción del cine de Anderson: al hotel se suman trenes, museos y hasta una curiosa cárcel, mientras que el despliegue de vestuario y la puesta en escena constantemente sorprende con su exhaustivo nivel de detalle. Y por ello, la incuestionable conclusión: puede que esta película siga sin hacer nada por aquellos que se aburren con el cine de Wes Anderson, pero indudablemente demuestra que el autor se sigue perfeccionando.