Cuentos que son cuentos
Me gusta pensar al cine de Wes Anderson, pero particularmente a esta película, con una cita libérrima a Woody Allen: “el cine de Wes Anderson es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es la mejor”. Las películas del director parecen resumirse en la puesta en escena y construir estereotipos afectados, como diría Sabina “un poco listas, un poquitín bobas”: una superficie naif y apta para estas generaciones asexuadas y tristes. Sin embargo, y aún cuando parezca repetirse película a película, el realizador ha ido operando un cambio en su estilo excesivamente manierista donde los personajes van ganando espesor y no son el mero artefacto que decora los ambientes como ocurría en sus primeros films. Ahora, incluso, ya maduro como artista se anima a renunciar ambiciones y a ponerse por detrás de lo que está contando sin por eso esconderse, todo lo contario: este es el Anderson más desbordante a la fecha. Dicho esto, hay que recomendar El Gran Hotel Budapest como lo que es: un cuento chiquito repleto de elementos que hacen pensar en el cine -secuencias, giros de guión, recursos, citas, personajes- pero que no se muere en la referencia cinéfila, que no entiende el cine como un museo, sino como un territorio para la invención y la diversión.
El Gran Hotel Budapest es un gran y bonito homenaje al hecho de contar historias con ese relato que parte de un relato que se hace relato en el relato. Y que termina con un corte de montaje que nos deja a nosotros, espectadores, con la obligación de seguir esparciendo la voz. Y esto, que es en sí un ejercicio metalingüístico, es expuesto por Anderson corriendo del centro lo intelectual y poniendo por delante capas y capas de cine: su película rememora la comedia más lunática de Sturges y Lubitsch, pero también al cine de aventuras, el suspenso a la europea o las historias de fugas carcelarias. Esto, mientras sus dos protagonistas corren de aventura en aventura, de giro en giro, de invención delirante en invención delirante. Y en El Gran Hotel Budapest las hay de a montones: un hotel enclavado en la cima de una montaña, un extraño funicular que lleva hasta ese lugar, un cuadro ridículamente preciado, un tiroteo salido de la nada, una niña con una mancha con la forma de México en el rostro.
Anderson atenta aquí, también, contra la búsqueda de sentido. No hay en el film un simbolismo que agrupe todo lo que constituye el relato, más que aquel espíritu de tiempo extraviado en el tiempo que lo sobrevuela. Si bien está presente el asunto de la paternidad como tema recurrente en su cine, el director decide por una vez abandonarse a la narración, a contar y encontrar, y en esa búsqueda fascinar al espectador. Si las películas de Anderson siempre fueron como cuentos, historias separadas en capítulos y con las texturas de viejos libros, es aquí donde termina por aceptar lo perecedero del asunto; se olvida de hacer cine para la historia y hace historias para el cine. El estilo del director ya es totalmente reconocible; Anderson está en ese momento donde las películas no se definen por el aspecto, sino donde ese formalismo es un modo personal de encausar los relatos. Sin dudas que la experiencia del cine animado con El fantástico Sr. Fox resultó fundamental para este presente del realizador.
Tal vez Anderson no encontró aquí, más allá de que lo intente sobre el final, el corazón de la historia como sí lo hizo en Moonrise Kingdom, su anterior y más perfecta película. Las desventuras de Gustave y Moustafa no impactan de la misma forma que aquella del boyscout enamoradizo, posiblemente porque la mirada nostálgica sobre el tiempo pasado es expuesta de una forma más distante que aquella salvajemente romántica sobre el amor adolescente. De todos modos, y aún cuando El Gran Hotel Budapest se revele como un entretenimiento sofisticado que nunca se detiene para no mostrar su vacío de sentido, la apuesta de Anderson es totalmente efectiva y deja en evidencia que tras sus personajes melancólicos hay vida y tensión, y una pura decoración. Y se agradece, como siempre, su humanismo, su falta de cinismo, su amor por los seres bellos, por más que en algunos momentos puedan ser un poquitín chantas como este Gustave, al que Fiennes le pone el cuerpo con keatoneana devoción.