Entusiasmo por el romanticismo
Una comedia empedernidamente romántica, soñadora e idealista, del director de “Los auténticos Tenenbaums”.
Que Wes Anderson es un romántico lo sabemos desde Rushmore (Tres son multitud). Que es empedernidamente soñador e idealista, y que siente cierta fascinación contagiosa por el pasado y entusiasmo por los arrebatos lo viene manifestando en cada una de sus realizaciones, sea El fantástico Sr. Zorro o Moonrise Kingdom, un reino bajo la luna.
Al universo cada vez más expansible de Anderson, parece, se ingresa, y no se lo abandona.
El Gran Hotel Budapest es como una enorme bola de nieve que va creciendo a medida que recorre más y más la trama. Porque hay sorpresas, infinidad de escenas pequeñas, múltiples escenarios y personajes en cantidades industriales, todos ellos con el rostro conocido de varios recurrentes intérpretes en el mundo Anderson. Sin repetir y sin soplar: Bill Murray, Adrien Brody, Edward Norton, Jason Schwartzman, Owen Wilson, Tilda Swinton, Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Bob Balaban, y Tom Wilkinson, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Jude Law, Harvey Keitel, Saoirse Ronan, Léa Seydoux… El protagonista es un singular Ralph Fiennes, el conserje de este hotel ficticio en un país inventado en Europa Oriental, cuya historia central se relata entre las dos Guerras Mundiales, con los nazis metiendo las narices y más, y Gustave descubriendo que es heredero de una huésped anciana y millonaria (Tilda Swinton), lo que genera persecuciones, confusiones y violencia. La muerte (¿el asesinato?) de Madame Céline y la posterior desaparición de una pintura del Renacimiento lleva a todo eso.
A Gustave, que no es un ejemplo de moral, claro -se acuesta con huéspedes de cualquier edad-, Anderson lo acompaña con personajes variopintos, pero que, más pruebas de su marca, podrían provenir de otras de sus películas. Hay mentirosos, que mienten por pasión, ambición, compasión o por todo eso junto; hay enamorados, presos, más concierges con un sentido de la fidelidad envidiable. Y hay, claro, mucho pero mucho humor.
La dirección de arte -artificiosa pero deslumbrante, que nunca nos hace olvidar que todo es una gran maqueta, pero nos encanta-, la paleta de colores de Robert D. Yeoman, el director de fotografía que ya es el ojo de Anderson, la música del prolífico francés Alexandre Desplat -nada que ver con lo que hizo para Clooney en Operación Monumento, aquí la música no resalta, sino que protagoniza-, todo suma en un compendio rotundo. Hay que zambullirse en la pantalla y disfrutar.