Un Anderson light, pero entretenido
Existe un Gran Hotel Budapest en la capital de Hungría, pero es un hotel boutique. El que acá vemos es enorme, construído en lo alto de una montaña. Sólo se llega por funicular. Claro, la fachada vista en plano general y los accesos son digitales. El inmenso hall de entrada, los viejos baños termales y otras partes se levantaron en los estudios Babelsberg. El resto se filmó en un hotel mediano, elegante pero familiar, y bastante accesible: el Börse, sito frente a la plaza en la bonita ciudad sajona de Gorlitz. Así es el cine.
La trama autoriza un amplio despliegue de figuras (algunas en rápido cameo y otras en estrafalaria caracterización) y una ambientación en cuatro tiempos. Una joven se sienta frente a la tumba de un escritor, para leer "El Gran Hotel Budapest", su novela más famosa, a juzgar por los llaveros que la gente deja allí como tributo. El escritor cuenta cuál fue su fuente de inspiración. La fuente de inspiración en persona se aparece en el agua, lo invita a una cena y relata su historia. Ha sido el dueño del hotel y otras propiedades, hasta que el régimen comunista lo expropió y convirtió el lugar en un cascarón vacío, refaccionado al gusto soviético. Pero eso casi ni se menciona. Lo realmente importante y maravilloso (el cuarto tiempo evocado) es lo que él vivió allí mismo cuando joven. Surgen así las venturas y desventuras del conserje Gustave H, elegante picaflor de viejas ricas falsamente acusado, y su joven botones Zero Moustafá, un aprendiz feúcho, que hoy llamaríamos extracomunitario.
Ese es el núcleo del asunto. Lo demás es envoltura, pátina de sucesivas relecturas que permitirán cerrar felizmente la película. O más o menos felizmente. Anderson desarrolla todo esto con habilidad y variedad de recursos (aunque el de los formatos distintos para cada época no parece haber sido tenido en cuenta en todos los mercados). El resultado es bastante superficial pero entretenido, con apenas algún desvío inútil en la trama (el capítulo del monasterio y la carrera en la nieve) y gustará, sin dudas, a los devotos de este autor.
Otros espectadores disfrutarán reconociendo influencias no reconocidas: los trucos visuales, deliciosos y muy exigentes, de Karel Zeman en "Una invención diabólica", el humor visual cargado de nonsense de Richard Lester en "Flashman el heroico cobarde", las discusiones filosas e inoportunas al modo de Mel Brooks en "Las doce sillas" (cuando conserje y botones distinguen entre inmigrante y refugiado), las puertas de Ernst Lubitsch (no su discreción y su manejo de sobreentendidos, claves del famoso "toque Lubitsch"), etcétera. También pueden remitirse a una comedia verdaderamente aguda, ingeniosa y hasta sensual sobre la carrera de un joven camarero en aquella misma época: "Yo serví al rey de Inglaterra", del maestro checo Jiri Menzel, sobre novela de Bohumil Hrabal.
Al respecto, Anderson dice haberse inspirado en relatos de Stefan Zweig. Debe ser un chiste, porque el humor de Zweig era escaso y amargo. Su famoso cuento sobre un botones, "La estrella sobre el bosque", es tristísimo. Sus historias, su autobiografía "El mundo de ayer", sobre la Europa que él añoraba antes de suicidarse por el avance del nazismo, son angustiantes. Acá sólo se advierte el recurso del escritor que transcribe una confesión personal, como en "Amok". El resto, si existe, está americanizado, es alegre y superficial. Light, acorde a la época actual.