El Gran Pequeño es dos películas. Una es la que nos quieren vender en la Argentina, la que sugiere el afiche latinoamericano: en el margen inferior, el rostro travieso del protagonista; más arriba, emergidas de un cofre, las figuras de un mago, un samurai, un cowboy montado a caballo y un avión; en el margen superior, un texto que promete “magia, aventura, emoción” y que adelanta que terminaremos creyendo “en lo imposible”. Pero otra muy distinta es la película que insinúa el afiche norteamericano. Nuevamente, vemos al protagonista, al gran pequeño del título, pero esta vez de espaldas, parado sobre un muelle, convertido en una silueta ante el horizonte anaranjado del atardecer, la noche ya instalada en lo más alto del cielo. Un clima mucho más sombrío, más melancólico, más fiel al verdadero film.
La silueta o el dueño del cofre, según el caso, es un chico de siete años que vive con su madre y su hermano mayor, London, en un idílico pueblo californiano durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando su padre, James, enviado al frente Pacífico, es capturado por los japoneses, el gran pequeño y London, para desquitarse con alguien, apedrean y casi incendian la casa de un vecino, el señor Hashimoto, quien hace décadas vive en territorio norteamericano pero que, desde que estalló el conflicto, se ha convertido en un paria social. Al enterarse de lo que hicieron los hermanos, un amable cura local, el Padre Oliver, le sugiere al gran pequeño que se haga amigo del japonés y que, además, cumpla una (algo arbitraria) lista de buenas acciones, para que “la voluntad de Dios” libere a su padre. El chico confía en las soluciones mágicas: es fanático del mago superheroico que protagoniza su comic favorito y pretende emular sus hazañas.
Como en El Espíritu de la Colmena o El Laberinto del Fauno, conviven la brutalidad de la guerra con la imaginación irreprimible del joven protagonista, que depura y matiza el horror del mundo de los adultos. El gran pequeño lucha contra la xenofobia y el racismo, e intenta ayudar a su nuevo amigo, recién salido de los campos de concentración estadounidenses, donde fueron recluidos miles de japoneses y descendientes de japoneses (un hecho escasas veces mencionado en el cine). Lejos estamos de la “magia, aventura, emoción” anunciadas en el afiche. Si hay magia, es la que brota en brevísimos segmentos imaginados o soñados; si hay aventura, es la de Scout en Matar a un Ruiseñor antes que la de Harry Potter; si hay emoción, es la de tantas películas biempensantes y oscarizables sobre “temas sociales”.
El director Alejandro Monteverde no parece saber si su película es infantil o solamente infantilizada. Sus personajes son adjetivos caminantes: la madre, amor y resignación; London, indignación y juventud; el gran pequeño, ingenuidad y fe; Hashimoto, santidad y pasividad. El desenlace de la trama es forzado, como si los guionistas se hubieran acordado, demasiado tarde, cuando el tono lúgubre y fúnebre se les iba de las manos, aquella máxima de Don Bluth, de que los pequeños espectadores pueden aguantar cualquier cosa con tal de que el final sea feliz, consejo que Monteverde y Portillo respetan aun cuando no deberían hacerlo. Ni lo suficientemente liviana como para ser divertida, ni lo suficientemente contundente como para ser realmente triste, el film se queda a mitad de camino, a pesar de sus buenas intenciones. La disparidad entre los dos afiches, el hispano y el estadounidense, señala también la ambivalencia de El Gran Pequeño.