Una cuestión de fe
El gran pequeño es un melodrama más preocupado por hacer llorar al espectador que por su historia
Si se le preguntase a un director norteamericano qué es el cine, seguramente la primera respuesta sería la que dio Samuel Fuller en Pierrot, el loco (Jean-Luc Godard, 1965), cuando después de compararlo con un campo de batalla termina diciendo que el cine es emoción. Ahora bien, Alejandro Monteverde, director de El gran pequeño, parece haberse tomado muy a pecho esta definición, ya que se concentra demasiado en las emociones y descuida el cine propiamente dicho.
La historia es sencilla: en un pueblito de California, un niño vive feliz en compañía de su ídolo máximo, su padre. Todo es maravilloso para el pequeño Pepper Busbee/Little Boy (Jakob Salvati), quien tiene un detalle físico que lo hace objeto de burla de los niños que lo rodean: es petiso.
Un buen día, su hermano mayor (David Henrie) no puede ingresar al ejército para ir a combatir contra los japoneses (por tener pie plano) y es el padre quien tiene que reemplazarlo. La Segunda Guerra Mundial está que arde y la partida de James Busbee (Michael Rapaport) es dolorosa para todos pero sobre todo para Little Boy. Es aquí donde empieza realmente la película, cuando el niño tiene que sobrellevar la ausencia del padre.
Triste por la situación, Pepper asiste a una función reveladora del mago Ben-Eagle (Ben Chaplin) en la que aprende que todo es posible si creemos que lo podemos lograr. En el pueblo, a su vez, vive Hashimoto (Cary-Hiroyuki Tagawa), un japonés al que todos marginan por llevar el rostro del enemigo. El único que habla con Hashimoto es el cura del lugar (Tom Wilkinson), quien dice a Little Boy que para que el poder de la fe sea efectivo no debe haber en él el más mínimo rastro de odio, además de entregarle una lista ancestral que tiene que cumplir a rajatabla si quiere que su padre vuelva con vida.
Se podría decir que el filme tiene tres etapas: primero, la vida del niño con su padre antes de que este parta a la guerra. Después, lo que podría considerarse la etapa de la fe y el aprendizaje. Por último, una especie de realidad distinta a la primera, influenciada por la segunda etapa.
El problema de El gran pequeño es que Monteverde está más preocupado por hacer llorar al espectador que por hacer cine. Busca las lágrimas con golpes bajos rastreros y busca el milagro a toda costa, porque lo milagroso en este tipo de películas es una convención que permite regresar a una verdad original, que acá en vez de verdad es sólo un mensaje de perogrullo, un lugar común de melodrama sensiblero, perteneciente a un cine que ya debería ser sepultado.