Papá es un ídolo
La relación de un hijo con su padre, la fe y el afecto, en un filme emotivo, con algunos golpes bajos.
Abordar en un filme temas como el amor a un padre, la esperanza, la fe y la religión suena a combo sentimentalista. Y si algo de eso hay en El gran pequeño, por suerte Alejandro Monteverde (el realizador de Bella, premiada en Toronto) pone más énfasis en el protagonismo de Pepper, el niño, sus dudas y deseos que en levantar el dedito y hablar como desde un púlpito.
Hecho con las mejores intenciones, el filme del director mexicano tiene igualmente algunos golpes bajos, como que retuerce a Little Boy lo suficiente como para hacer llorar al personaje y al público sensible. Se entiende: bajito de estatura, humillado por casi todos en O'Hare, el pueblo costero en California donde vive, encuentra en su padre (Michael Rapaport) un único amigo y compañero. Y cuando a su hermano mayor (David Henrie) le impiden alistarse para la Segunda Guerra Mundial por tener pie plano, el que debe marchar a combatir a Filipinas contra los japoneses es su padre.
A partir de allí comienza una historia de creencia, de cuasi milagros, de un proceso de fe. Pepper, que tiene como héroe antes que a su padre, a un mago itinerante (Ben Chaplin) al que sigue en sus cómics, apoyado por el cura del pueblo (Tom Wilkinson) creerá que con su fe y siguiendo algunos mandamientos logrará que papá regrese sano y salvo del frente de combate. Para ello hará lo que sea. Y si debe entablar amistad con un adulto japonés (Cary-Hiroyuki Tagawa), tragará saliva, y lo hará.
Es que la película habla de un tema muy poco frecuentado -por no decir, escondido- por el cine hollywoodense, como el de los campos de concentración para nipones en suelo estadounidense durante la Segunda Guerra. No es central, pero sí lo es el tema de la xenofobia. El hecho de ser diferente -por el color de piel, por la estatura- y el cariño hacia su padre hace que El gran pequeño por momentos tenga momentos del aliento de El karate kid y por otros de El gran pez.
Es esta una superproducción, evidenciada en el elenco -sumen a Emily Watson como la madre, a Kevin James, a Ted Levine, el asesino de El silencio de los inocentes-, en el diseño de producción, en los efectos. Jakob Salvati tiene suficiente inocencia para generar la empatía necesaria y así acompañarlo en esta travesía emotiva.