Cabos sueltos
Detrás del secuestro de Alfred Heineken había mucho para contar: la historia de un tipo duro y despiadado que había construido de la nada un imperio de negocios pero que de repente se veía metido en una situación que no podía controlar y que lo colocaba en una situación de total fragilidad; la de un grupo de hombres que querían salir del pozo y para eso tomaban un atajo muy extremo; la de la eterna división de clases en la sociedad capitalista; la de los inicios de una etapa del bajo mundo europeo; la del enfrentamiento entre diversas facciones a ambos lados de la ley y el poder, siempre aferrándose al profesionalismo como salvavidas. Sí, había mucho para contar.
Y El gran secuestro de Mr. Heineken amaga en su primera media hora con contar todo eso, con ir para adelante con toda la ambición posible. Esos minutos iniciales son vibrantes, llenos de vigor y los protagonistas son trazados a partir del aprendizaje. Sí, al principio, el film de Daniel Alfredson (quien venía de dirigir las dos últimas entregas de la saga sueca Millennium) es más que nada un relato de aprendizaje, de un grupo de hombres aprendiendo a ser criminales, a pensar y configurar un plan maestro para secuestrar a ese gran empresario que era Heineken, un individuo que parece más grande que la vida misma. Pero ellos están dispuestos a dar el gran salto y, a la vez, bajar de un hondazo a ese ricachón, depositarlo en el mundo de la prole.
Pero luego del secuestro, y a medida que entra en juego la espera por el pago del rescate, el duelo de voluntades entre secuestrado y secuestradores, y las dudas que invaden a estos últimos, el film también empieza a dudar, a vacilar. Y mucho. El gran secuestro de Mr. Heineken de repente comienza a trastabillar, como si no supiera para dónde ir. Empieza a dejar todo a mitad de camino, a desparramar cabos sueltos, que no construyen, no agregan enigmas o elementos narrativos, sino que restan potencia a lo que se cuenta y empatía por los personajes. Pronto los personajes, con sus dilemas, virtudes y miserias, pierden consistencia -especialmente Heineken, desaprovechando de paso a Anthony Hopkins- y quedan lejos de la empatía con el espectador.
El gran secuestro de Mr. Heineken se va disolviendo, desinflando, como si se le acabara el aire, y no deja de ser llamativo, porque había mucho oxígeno disponible: distintos abordajes, distintas líneas dramáticas, varios personajes con pasados y futuros de extrema complejidad. Y sin embargo, se termina arribando a un final trivial, sin real peso. Se podría comparar a esta película con El gran golpe: aquella cinta con Jason Statham también estaba basada en un hecho real, al que aprovechaba para construir un relato apasionante, que avanzaba con precisión y sin dudas, de la mano de personajes perfectamente trazados. En El gran secuestro de Mr. Heineken todo se queda en insinuaciones. La gran historia nunca termina de aparecer.