Un poco de La La Land (los autores de las canciones son los mismos), un bastante de Moulin Rouge, una sensibilidad de cuento digital de Disney. Esa es la fórmula básica que sostiene esta película basada no en la vida de P.T. Barnum, el hombre que inventó el circo -y el espectáculo- modernos, sino en el hecho de que existió alguien con ese nombre y se dedicó al show. Lo que vemos es un espectáculo exhuberante, un cuento de hadas hecho y derecho donde un pobre tipo, para darle una vida soñada a su familia, se vuelve un gran entertainer y, de paso, encuentra su vocación. También de paso, inventa la corrección política, dado que el conjunto de freaks y deformes que halla para comenzar su epopeya de oropel termina convirtiéndose en algo así como su familia. Por cierto hay también alguna línea triste y conmovedora, pero lo que prima es la idea de que todos podemos seguir nuestros sueños y triunfar en nuestra vocación, incluso si somos una mujer barbuda. ¿Falsedad? Pues sí, pero el cine, el arte en general, es siempre el desarrollo de lo falso. Y este cuento, hecho para que toda la familia se divierta y se lleve una sonrisa -edificante, eso sí- a la salida del cine, funciona porque, además de todo lo dicho, tiene a ese genio de la pantalla que se llama Hugh Jackman, y que tanto puede destazar a un villano con garras de adamantium como cantar en estado eléctrico para las madres y las novias. Y uno le cree en ambos roles. Seguro también serviría como DT de la Selección en Moscú, pero esa es otra historia.