Picos gemelos
Hace algunas horas René Lavand estuvo en el programa Pura química para promocionar el estreno del documental El gran simulador. Mariano Zabaleta le contó cómo, a los diez u once años, iba en bicicleta con sus amigos hasta su casa simplemente a espiarlo a través de la vegetación y las ventanas, esperando por algún tipo de fenómeno fantástico que formara parte de su vida privada (“era como el Señor de los Anillos para nosotros”; “esperaba que saliera fuego, o algo”). Como en otras apariciones en programas de televisión nacionales con muchos entrevistadores, la charla fue incómoda y poco favorable al estilo delicado y prudente del discurso de Lavand, un hombre sin problemas en difundir sus talentos y espectáculos en los lugares más recónditos, sean el continente asiático o Café Fashion. Pero el dato sirve, entonces, para señalar la genial construcción mitológica del documental para quienes apenas conocíamos el dato de la residencia de Lavand en Tandil.
El gran simulador entra a la cabaña de madera como si fuera un nene intrépido bicicleteando en un día de muchísima suerte: merodea el perímetro y observa los detalles, y cuando es invitado a pasar se dispone a saciar su curiosidad con respeto y admiración. Hay una figura cuya sola presencia frente a la cámara, con la ayuda de algunos movimientos de naipes, asegura un producto digno. Pero el director Néstor Frenkel ya cuenta con un oficio que le impide ir innecesariamente a los bifes, cuando hay tanto más que percibir antes: una historia ficticia bastante anclada en la mano ausente de Lavand, que acompaña a una famosa ilusión de su repertorio especialmente realizada para la película; esa cabaña que dijimos, con el llamador de ángeles colgando, un ascensor adentro y la naturaleza afuera; una ciudad como hogar extendido y pequeñas situaciones recurrentes alrededor de una marca de grapa, un envío internacional por correo y el número mal anotado de una remisería (esto último sabiamente llevado al terreno del gag). Hay además tres intimidades que el documental se va a permitir ventilar: la búsqueda de material de archivo por parte de la esposa de Lavand como la muestra misma de dicho material, un breve making off de la ilusión que René demuestra al final y una sola pregunta, probablemente de Frenkel, realizada desde el fuera de campo para disparar una reflexión crucial sobre el destino del protagonista.
Todo lo descripto tiene el sabor del armado perfectamente racional de la estructura de un buen documental: las cuestiones se airean e intercalan como si fueran personajes de ficción, se alternan el hogar, la profesión, el pasado y los intersticios para ir tejiendo un tono y una idea. Pero El gran simulador nos permite incurrir en el ensamble obvio de pensarla como una ilusión muy bien contada. Lavand se despega del oficio de la magia por tecnicismos en los términos, pero también porque las historias que acompañan a las ilusiones llegan a opacar la expectativa de que las cartas le obedezcan, aunque eso siempre termine ocurriendo. Se la pasa tan bien en las situaciones que El gran simulador registra o inventa, que a la hora de los trucos y las entrevistas las defensas de lo verosímil y lo efectivo son nulas. Ustedes sabrán disculpar la mención a la serie de David Lynch en el título de esta reseña; más allá de la paz y el misterio cotidianos en las cabañas y el bosque, no existen más similitudes. Quizá un Lavand muy cascarrabias recuerde un poco al bueno de Pete Martell. Pero hay una simetría admirable en las ilusiones que la película y su personaje conciben y ejecutan.