En 1957 Ted Geisel, que escribía libros infantiles con el seudónimo de Dr. Seuss, publicó uno de esos pocos libros protagonizados por villanos, que en general son tan felices: el Grinch, un personaje levemente monstruoso, de ojos felinos y mirada diabólica como la del gato Jerry en sus mejores momentos, odia la Navidad y vive solo en la cima de una montaña, cerca de un pueblo de personajitos amables y corrientes que aman festejar, comer y cantar rodeados de decoraciones navideñas. Después de cincuenta y tres años de soportar una y otra vez el festejo odioso, este predecesor de Jack Skellington (el Rey Calabaza de El extraño mundo de Jack) concibe la idea genial de disfrazarse de Santa Claus y bajar al pueblito de Villaquién para robarse la Navidad con árbol, regalos y todo, ayudado por un trineo que tira su perro Max disfrazado de reno. Lo que lleva hacia adelante la historia es el placer de la maldad, aunque el final sea feliz y conciliatorio, incluso redentor. Pero tiene más peso decididamente la mirada maquiavélica del Grinch, que si bien era blanco y negro en el libro de Dr. Seuss pronto se volvió verde loro y así quedó, a partir del primero corto animado para televisión que dirigió Chuck Jones en 1966 (y donde la voz del protagonista era nada menos que la de Boris Karloff).
Cada Navidad tiene sus disidentes, que ya son parte del folklore, y el Grinch es el más deseable de todxs, el converso, al que le crece el corazón demasiado pequeño cuando se suma a los festejos de nieve y muérdago. La historia tuvo una versión bastante más maldita en el 2000 (actualmente puede verse en Netflix), cuando Jim Carrey se calzó el traje verde y peludo del Grinch y le dio la cuota extra de demencia con que desencaja todo lo que toca. Esta versión, dirigida por Ron Howard, es la de un Grinch asqueroso y traumado que come cebollas crudas como si fueran manzanas y tiene bichos en los dientes, replica la sonrisa estilo Guasón de The Mask pero también se derrite como ninguno ante la presencia de Cindy Lou, la nena que lo descubre robándose la Navidad y lo trata bien. Además, porque había que engrosar de alguna manera el cuento para convertirlo en un largometraje, tiene una historia de bullying en el colegio y un romance, pero no cayó demasiado bien este Grinch más grotesco, que considera títeres consumistas a todos lxs amantes de la Navidad y que resulta quizás demasiado persuasivo en su creencia de que en Villaquién son todxs idiotas.
La versión de Illumination (la misma compañía que explota a los Minions, que apenas hace una película decente desde la primera Mi villano favorito en el 2010), estrenada el jueves pasado, es, como era de esperarse, una adaptación exclusivamente para niñxs (la compañía no domina precisamente el arte más sutil de hacer películas para todxs como supo hacer Pixar). Y hace con el personaje del Grinch -presentado de modo muy similar a Gru en su primera aparición mala onda- un poco lo mismo que hizo con los Minions, aunque hay que decir que el primero es algo más inoxidable: convertirlo en el centro de un rejunte de ocasiones graciosas, persecuciones, chistes, gags, cuya unidad básica es la pequeña broma canchera, desparramada a lo largo de una estructura endeble. Desde Mi villano favorito que Illumination no cree en las historias ni las necesita: siempre vende, cada vez más chistoso, más “delirante”, desde que descubrió la veta del pequeño videíto basura de los Minions haciendo karaoke que se puede repetir mil veces en YouTube. De todas formas, la película es una buena ocasión para repasar la versión del 2000 (más mala, y que por eso a algunxs niñxs puede llegar a gustarles mucho más) y hacer eso tan hermoso que a veces solo el cine, la propaganda más poderosa del planeta Tierra, puede lograr: que vayan a buscar el libro.