Maldito policía
El guardia al que alude el título patrulla la ruta de un pueblo costero irlandés. Es el pueblo más feo y más triste del mundo. De pronto unos tipos en moto lo pasan a toda velocidad gritando: el plano se queda con el rostro del policía mientras se oyen frenadas y un estropicio de hierros y vidrios rotos. En la siguiente escena el guardia camina impertérrito entre los cuerpos de los accidentados, los revisa, descarta algunas cosas de las que encuentra y se guarda otras. Una de las que prefiere no tirar es un cartón de LSD. El tipo se lo pone enseguida en la boca y hay un insert que dura menos de un segundo de un plano detalle de la pepa, mientras la música sube a todo volumen y vemos la expresión satisfecha del policía: así empieza El guardia. La operación inmediata del director John Michael McDonagh consiste en contrastar las imágenes húmedas y desoladas del paisaje con el accionar de su protagonista.
Pero acá hay que descartar rápidamente, por más tentador que resulte, la inclinación de ver en el personaje encarnado por Brendan Gleeson a un Torrente con sangre irlandesa en las venas. El sargento Jerry Boyle, el guardia de marras, no es un perdedor agobiado por el mundo y sus instituciones sino un agonista modestamente atildado, que se relaja a la noche escuchando un disco de vinilo de Chet Baker con un whisky en la mano y que es capaz de ponderar la supremacía de Gogol sobre Dostoievsky. También es un hijo amoroso que se preocupa por su madre anciana y la visita devotamente en el geriátrico. Cuando se tiene que ocupar de un caso de asesinato relacionado con un cargamento de drogas y le asignan un policía negro venido de los Estados Unidos para trabajar en conjunto (en realidad un agente del FBI), los comentarios racistas que el sargento dispara no contienen un gramo de odio ni de sarcasmo, y parecen funcionar en el mismo terreno de ingenuidad e impunidad cósmica que cuando llega a la escena del crimen y le pregunta a un subordinado si revisó la casa para ver si había plata.
La película hace gala de una energía arrolladora que resulta menos de las prácticas fascinantes y poco recomendables de su protagonista que del modo en el que se describe con gracia e ironía un mundo desquiciado que se asemeja al nuestro de cada día pero que todo el tiempo parece creado, a la vez, en un barro estrictamente cinematográfico. El conciente artificio de El guardia se expresa en parte en la textura de la música compuesta por el grupo Calexico, que choca constantemente con la composición de la imagen y parece provenir de un improbable western spaghetti filmado en locaciones de Irlanda. Igual que la partitura musical, que recuerda por momentos a la de Joe Strummer para Straight To Hell, de Alex Cox, los cartelones rojos sobre fondo negro de los créditos se parecen también a las de las películas de Cox de los años ochentas, con su violenta morfología que es como una invitación a sumergirse con los dientes apretados en un mundo extraño y de una ferocidad pop.
Humildemente, El guardia se muestra dispuesto a lanzar una desafío y un llamado: cómo hacernos partícipes de su humor hierático sin desalentarnos, sin que pasemos por alto el esmero evidente puesto en el andamiaje de la película –eso que en el cine de Alex Cox se percibe como una exhalación, un grito primario cuya esencial nobleza e inteligencia conceptual nos habilitan a la empatía inmediata–; es decir, cómo abrazar su causa y no detenernos en las breves astucias de la película, sus trucos de distanciamiento y sus estocadas manieristas (a lo Kaurismäki pero sin el convite conmovedor del humanismo de izquierda que atraviesa el cine del finlandés). En su debut como director y guionista, McDonagh se muestra como un equilibrista preciso y un ironista capaz de entregar dosis homeopáticas de una comicidad casi sin estridencias, un telón que desciende de a poco pero en forma inexorable, contaminando las escenas y metiéndonos en ellas. El sargento Boyle no es estrictamente desagradable sino más bien un corpachón que va en piloto automático pero un poco a la deriva, incapaz del vislumbrar un horizonte más allá de sus narices. En algún punto sus rutinas son su hogar, el modo en que se preserva de los embates de una vida cuya crueldad la película describe con una especie de cómica resignación. En El guardia, la aventura violenta en la que se ve envuelto el protagonista resulta al final un ejercicio de fuga y también una forma posible de redención.