El género os hará libres
“En una época en la que el fútbol atravesaba uno de los momentos más oscuros de su historia, era común encontrar mercenarios dedicados a la compra y venta de niños, que se comerciaban como esclavos a ligas profesionales de las grandes ciudades, dejando el fútbol de los pequeños países a merced de especuladores y oportunistas. En Betania las autoridades ejercían una tiranía futbolística, prohibiendo el fútbol espontáneo e imponiendo la obediencia sistematizada en el juego. Pero un grupo de rebeldes resistía en la clandestinidad entrenando un fútbol libre, con la esperanza de enfrentarlos en el gran partido de Pascuas”.
Éstas son las leyendas que abren El Hijo de Dios (2016). Si cambiáramos “fútbol” por “cine”, “niños” por “películas”, “ligas” por “festivales”, “Betania” por “Argentina” y a los “rebeldes” por jóvenes cineastas, tranquilamente podríamos obtener una idea más cabal de su apuesta, de sus logros y también de esa libertad, trocando el partido de Pascuas por liberar al espectador local del tedio y los prejuicios acerca de qué filmamos. Y entonces, quizás, más que una fábula bíblica, estaríamos habilitados a encontrarnos con otra que apunta al estado del cine nacional.
Si bien para muchos la libertad cinematográfica se encuentra emparentada con el cine “independiente” (cada día con más comillas), los autores o el cine experimental, algo que puede compartirse en ciertos puntos obvios, es un hecho que hasta esto mismo –festivales y críticos mediante- se ha sistematizado y “profesionalizado” a tal extremo, dormido en los laureles de los galardones que se estampan en los afiches, que la verdadera libertad, una casi primigenia, puede encontrarse hoy en el género (y esto incluye a grandes autores, claro).
La profundidad mal entendida, la contemplación vacía, la solemnidad, la búsqueda del “retrato” y, sobre todo, la politización localista vacua y forzada (que en muchísimos casos conducen al miserabilismo for export), se han vuelto casi la fórmula de hoy, el terreno anquilosado -e incluso obligado- de especuladores y obedientes, del cual pocos logran escapar.
En una gigantesca paradoja, y al menos en el ámbito local, hoy el riesgo mayor, la apuesta para directores debutantes suele encontrarse en el género… ni más ni menos que ese “sistema” de fórmulas y códigos que casi siempre es “globalizado”, pero que sentido y logrado con nobleza nos puede seguir resultando encantador. Y más aún: sorprendente. Como en el fútbol (aun con sus reglas, sistemas o tácticas), el género nos permite jugar, con él mismo y para la hinchada. Y jugar lindo, sabiendo que se está jugando.
Ese género puede ser de pura raza o un callejero multigénero -esa cruza tan querible-, que es la que elige El Hijo de Dios para su apuesta y para una búsqueda mayor de libertad, subiendo la vara de ese riesgo al anotar triple punto género (western, deportivo, bíblico, como indica en su mismísimo slogan), liberando entre sus pliegues y peripecias a la fábula, la comedia y el suspenso (mucho y bien logrado), sin resignar una crítica al sistema y al estado de las cosas (en este caso, a través de ese prisma que es el fútbol), pero sin pretenciosidad, sino con una autoconciencia lúdica y honesta, haciendo jueguito con las etiquetas.
Como en toda película-juego, las influencias, citas u homenajes son diversas y (tras)lúcidas, no exclusivas para el crítico o cinéfilo avezado. El relato nos conduce inevitablemente a Fontanarrosa y Dolina, entre otros. Cinematográficamente recuerda con agrado a Leone, Robert Rodríguez, Javier Fesser y sobre todo al gran Stephen Chow, especialmente a su gran Shaolin Soccer (2001), prima millonaria de esta película. Y por supuesto, el gran duelo final (obligatorio en todo western y que acá es 5 contra 5) rememora a la simpática Escape a la Victoria (Victory, 1981), desde el equipo cautivo hasta la indumentaria de los villanos.
Pero El Hijo de Dios no se queda sólo en las influencias o ecos, sino que es a través de ellas, tirando paredes, que va construyendo una bella fábula futbolera, ese deporte al que el cine tanto le debe (al menos en el último medio siglo), embarcándose en una historia mínima que hace justicia por cámara propia y desemboca en la mejor secuencia de futbol en años (acá y afuera, claro), una que, como en toda película deportiva, funciona como meta, pivote y corazón de todo el metraje. Metegol (2013) también lo hacía, y era lo mejor de esa película ultra ambiciosa pero pobre en ingenio, pero El Hijo de Dios -paria en recursos pero pródiga en ideas y simpatía- lo lleva a cabo con mayor nobleza, al llegar a ese climax con mejores toques y menos firuletes.
A esto ayuda el excelente trabajo en fotografía, no sólo dotando a toda la película de grandes planos dignos del mejor spaghetti western en un pueblo bonaerense que bien merecía ese género, sino en las sabias elecciones de esa batalla final, alejado de las publicidades de fútbol y más amigo de la mirada del espectador –a esta altura hincha-, que padece y disfruta desde las butacas-tribunas.
Si siempre hay algo para marcar hasta en las películas más logradas, ésta no es la excepción (alguna actuación secundaria, alguna línea de diálogo de más), aunque cuando uno tiene el privilegio de enterarse acerca del tiempo y el dinero con el que se contó, la película resulta –coherente con su título- un pequeño gran milagro. Pero es lo de menos, claro: las escasas falencias de la película, esos pocos pases mal dados, están opacados por la idea de juego, la táctica arriesgada y el resultado final.
Por todo lo dicho, El Hijo de Dios es de lo mejor que ha dado últimamente el escaso cine de género independiente nacional, una que se alza sobre la tiranía exitista de la taquilla o los festivales, y su factura y entusiasmo merecen ser vistos en una sala. Como siempre ocurre, los tanques industriales –también parte de esas “ligas profesionales”- le ha robado las canchas en sólo un par de semanas, pero bien vale la pena acercarse a esos potreros rebeldes donde seguramente la película seguirá rodando.
Al fin y al cabo, todos somos hinchas del cine, y lo que queremos es que se juegue lindo.
No importa si es en un estadio o en una hermosa canchita de tierra.