Este filme constituido en drama familiar tiene su apuntalamiento inicial en el escaño que otorga presentarlo como un thriller, donde los elementos del supuesto suspenso se van entregando, mostrando, muy de a poco.
Mathieu Capelier (Pierre Deladonchamps) treinta y pico de años, divorciado, padre de un niño, ingeniero en alimentos en una empresa radicada en Paris, recibe una mañana la noticia del fallecimiento de su padre en Montreal. Padre al que nunca conoció, que nada sabía de su existencia. El informante es Pierre Lesage (Gabriel Arcand), médico de profesión, el mejor amigo de su padre, también medico. Este le ha dejado un legado y la existencia de dos hermanos en Canadá.
La curiosidad determina que emprenda el viaje en busca de un pasado que no tuvo, con la posibilidad de constituir otro futuro. Su madre nunca le dijo quién era su padre biológico, y tiene un padre putativo que tampoco interrogo al respecto.
Pero nada va a ser como lo imagino, secretos y mentiras que se irán desplegando, primero en la búsqueda del cuerpo del padre ahogado en un lago mientras pescaba, pues luego de tres días de búsqueda por parte de las autoridades lo dan por desaparecido.
Pierre da cuenta de las sensaciones que se van despertando en Mathieu, razón por la que decide tomarse un paréntesis laboral, su idea es la de poder acompañar al joven en ese viaje interior, con más dudas y preguntas que certezas. También a él le servirán para ir redescubriendo a su ”amigo”, en un juego de especularidad, en tanto reflejo de una realidad que termina involucrando al espectador por mecanismos de identificación con alguno de los dos.
Todo funciona a partir de los enigmas que se van planteando, casi sin resolver, disparando más incógnitas, lo cual la instala en una obra de artesano. Cada silencio, cada dialogo, cobra importancia a partir de las actuaciones, la figura de la desolación en los espacios abiertos, el encierro en los interiores, donde la posibilidad de movimiento es casi nula, conformando un entretejido de emociones y conflictos que sólo ira diluyéndose a partir de principio del fin del relato. No así el suspenso, que deja de serlo a medida que avanza la narración, casi desde su llegada a la ciudad canadiense, y se van presentando todos y cada uno de los personajes involucrados en la historia.
Producci´pon intimista, abstinente, de climas, de miradas, de descubrimientos propios y ajenos, de saber quién soy y para quién. Sostenidos por las muy buenas actuaciones, pero que al pecar de atiborrar de ingredientes en la tramas laterales, esas que quieren instalar la necesidad de saber de un origen, terminan por desanudar los nudos todavía no apretados.
La historia del cine tiene muchos ejemplos de padres que descubren que tienen un hijo, o lo actualizan en la memoria, por defecto, “Tributo” (1980), de Bob Clark, sólo como ejemplo, pero muy pocos que descubren que tienen o tenían un padre que no se había olvidado de él, aunque sea después de muerto. En la vida real también sucede.
Pero es ahí, en ese querer sostener que las relaciones filiales se sustentan a pesar de todo, que supera las distancias temporales, y/o espaciales, que no se trata en realidad y sólo de construcciones afectivas, es que el filme resbala. Podría ser la necesidad de uno. Pero el suspenso había desparecido.