LA MOLESTA MODERNIDAD
Si algo podíamos destacar de las películas animadas del belga Ben Stassen (Las aventuras de Sammy y su secuela, Las locuras de Robinson Crusoe) era que se trataba de films de corte clásico que parecían desconocer las reglas de consumo del público infantil contemporáneo, y en contrapartida ofrecían una serie de relatos simples y efectivos con espíritu de fábula a riego de perder buena parte del público adulto. Podían contener una bajada de línea ecológica o sobre el capitalismo, pero nunca perdían de vista que el horizonte era un público integrado por chicos y el discurso se articulaba en consecuencia. Eran películas algo demodé, que tenían un encanto liberador: que el cine infantil deje de ser un producto de consumo veloz para vender muñequitos y regresar a las fuentes del cuento y la tradición de determinado tipo de relato. Por eso es que El hijo de Piegrande, sin ser un desastre, resulta una ligera desilusión: Stassen sucumbe ante determinadas reglas y construye una película que imprime desde su ritmo frenético un aire de modernidad algo molesto.
Codirigida por Jeremy Degruson (con quien Stassen hizo la estimulante Trueno y la casa mágica), El hijo de Piegrande apuesta por el diseño de un tipo de cine animado industrial mainstream. En cierta medida busca ser una suerte de sub-Dreamworks, pero carece del timing y la capacidad técnica como para hacerlo eficientemente. En el film un chico que cree que su padre ha muerto, descubre que en verdad todavía se cartea con su madre y que vive en un bosque. Herido por la traición sale a buscarlo, mientras su cuerpo y su cabello evidencian algunos comportamientos extraños. El misterio obviamente se resuelve en breve, aunque el título lo anticipa: el pibe no es más que el hijo de Piegrande y la película abordará esto con una serie de chistes, algo de aventura y una reflexión lineal sobre las diferencias y la discriminación, especialmente en un protagonista víctima del bullying. Hay también un villano pintoresco, un tipo de negocios que busca la fórmula de un fenómeno capilar que lo haga rico vendiéndole la receta a los calvos.
Hay en ese vértigo que la historia exige, algo que resulta incómodo. Y eso se nota en la primera media hora donde la película tiene que contar varias cosas y plantear un mundo, y lo hace torpemente, con resoluciones abruptas y poco fluidas. Pero cuando el protagonista conoce a su padre y de alguna manera las cosas se acomodan, El hijo de Piegrande avanza un poco más segura. Sin embargo el chiste constante y en los lugares menos indicados -la mayor tara de la animación contemporánea- hacen que la película se confunda ante la necesidad de conseguir un público más amplio. Claro que el film tiene buenas intenciones y hasta algunos personajes de reparto que funcionan, como un oso con desmedido placer por el melodrama. Pero el problema, insistimos, es que repite ciertas fórmulas nocivas del cine industrial y pierde la personalidad que tenían las películas anteriores del director y que la distinguían. Y que, claro, las hacía aceptables aún cuando ninguna era una obra maestra.