Pasajeros de una pesadilla
Se sabe que el tema del holocausto es recurrente en la historia del cine, casi inagotable, pues es un dolor que la humanidad conllevará virtualmente por muchos años más. Sino de manera eterna.
La razón de la enorme dimensión que cobra el texto del debutante húngaro Lazlo Nemes se debe, parecería ser, o posiblemente, y de manera casi exclusiva, a la forma en que nos enfrenta al mismo. Pero hay mucha tela para cortar.
Todo es visible más no todo es mostrado, observamos, sentimos pero no vemos.
El abismo está presente en cada momento.
La idea del director de hacer anclaje en el personaje protagonista nos corre del lugar del juez, podemos nosotros juzgar a éste personaje sentados desde una cómoda butaca de un cine.
Es sabido que no se tuvo demasiada benevolencia para las personas que cumplieron las funciones de “Capos” en los campos de concentración nazi, pero esto fue articulado por los mismos sobrevivientes.
De eso se trata de la supervivencia de un sonderkommando en un campo de exterminio, uno de aquellos prisioneros judíos que hasta por elección actúan con la única meta de sobrevivir, y a quienes los nazis utilizaban a trabajar para ellos.
Su tarea es puesta de frente a nuestros ojos sin clisés, ni alivianando la situación, sin velos de ninguna naturaleza, es mostrada, como si la cotidianeidad ganara a la razón. Una realidad impía, una locura casi pesadillesca: las cámaras de gas, las fosas comunes, los hornos crematorios, sino alcanzaban, el remate con disparos en la cabeza, todo era llevar al extremo la deshumanización de los seres humanos.
Tal como expuso el escritor italiano Primo Levi, sobreviviente del horror, en su texto, “Si esto es un hombre”.
El filme se centra en Saúl, uno de esos personajes que cumplieron funciones funestas, pero Saúl no habla, deambula como si, inmutable, nada parece sustraerlo de su realidad, ni las vejaciones, ni las humillaciones, todo lo acopia de forma que le resulte todo indistinto, y justamente esto es lo que nos termina por demostrarnos lo aterrador y espeluznante.
Pero algo sucede, por primera vez, supuestamente, es testigo presencial de cómo un niño que habiendo sobrevivido a la cámara de gas es asesinado a manos de un jerarca nazi.
Él se hará cargo del cuerpo, por primera vez habla. Pide que no utilicen el cuerpo para experimentos. Decide darle sepultura ritual judía. Como si algo del antes se le hiciera presente. Ese niño es el elegido.
Es su hijo, es el hijo de todos, poco importa, es algo del orden de su retorno a quien supo ser, a partir de aquello que se considera uno de los ritos más importantes para un judío. Ese que no espera recompensa, que no tiene reclamos ni devolución. Ser enterrado como judío por otro de su misma colectividad, que para decir el rezo por los muertos (Kadish), necesita un rabino.
Todo se centrará en su búsqueda de quién lo pueda ayudar a cumplir con el mandato, obligación, (mitzva), no importa los riesgos.
La otra historia, la primaria que termina como subyacente, es la locura que todo esto supuso, como para darle tintes de innegable la cámara sigue en todo momento a nuestro protagonista, muy pegada a él, a su rostro, a sus ojos, a su boca mayormente cerrada, a su cuerpo deteriorado, a la estrella de David, roja y amarilla, que lo distingue de los prisioneros comunes, en el bolsillo delantero de su saco, o en la cruz de color sangre sobre sus espaldas.
Otras son las posibilidades de lectura: simbólicas desde las acciones narradas, metafóricas desde las nominaciones, a saber, Saúl fue el primer rey de Israel, su sucesor elegido por Dios, presentado por el profeta Samuel, ungido por el mismo rey, pero que no era su hijo, fue el Rey David. ¿Sigo? No me parece necesario.
La imagen final del filme que nos retrotrae a esa obra maestra de Radu Mijaleinu “Tren de vida” (1998), donde todo era un delirio de un prisionero de un campo de concentración, la locura ahí mismo.
Eligiendo un formato cuadrado, como si nada pudiera escaparse por los laterales, todo encerrado, en plano secuencia, la cámara, en mano, totalmente justificada, consigue una deconstrucción del espacio físico, para luego poder ser reconstruido, a través de las herramientas que el mismo director dispone y entrega, por el espectador.
El manejo del color, en tono pastel, por momentos casi ocre, no da lugar para brillo de ninguna naturaleza, por momentos, y a partir de la imagen oscura, nocturna hasta gana la sensación del blanco y negro.
El sonido exponencialmente crudo, realista, con poca música, tanto extra como dietética, que se desprende de la imagen o que se instala como natural de la imagen.
El director puso toda la responsabilidad en el actor húngaro Géza Röhrig, y no le fue nada mal.
Una completa obra de arte, no es bella, es una poderosa visión del pasado reciente para la humanidad, que nos interpela hoy, se prolonga como devastadora de todos los preconceptos establecidos.
Candidata al premio “Oscar” como mejor película de idioma no inglés, después de verla, esto no tiene ninguna importancia.
(*) Realización de Fernando Ayala, de 1984